Este tiempo de Navidad es un tiempo de esperanza. Esperanza como un estado en el cual se confía en que lo deseable se puede cumplir. Y se tiene esa confianza porque se posee fe en lo que como sociedad o como individuo se puede lograr. Y esto es precisamente lo que el país requiere en este momento histórico que comienza muy en firme la construcción de la paz, como un país en nuevas condiciones de reconstrucción. En el fondo lo que se está postulando o afirmando es que los sueños sí pueden ser una realidad.
Por el contrario, la esperanza como quimera. La esperanza como alienación. La esperanza como cuento demagógico. La esperanza opio. La esperanza como embuste. La esperanza definitivamente como frustración es cuando los sueños nos están alienando al no existir las posibilidades ni la voluntad colectiva, sino que son sencillamente distractores de la realidad. Y por ello podríamos decir, “qué esperanza”. Como cuando comentamos de manera reactiva y decaída la ausencia de condiciones para salir adelante.
Hoy, por el contrario, el país quiere poner todas las condiciones para salir a delante. Como colectivo nos la estamos jugando para que la paz pueda hacer nido entre nosotros. Y pueda consolidarse un nuevo estado de cosas. Las condiciones de posibilidad de la misma esperanza están fincadas en esa decisión colectiva de querer defender ese sueño de paz.
La esperanza es también una virtud teologal por la que se espera recibir la promesa de Dios. Y, siguiendo las bienaventuranzas, que fueron el centro de la predicación de Jesús, hay una que es muy clara: “Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Dichosos los que trabajan por la paz. Así las cosas, trabajar porque la esperanza se haga una realidad, es sencillamente, trabajar por ser plenamente hijos de Dios. Es ser plenamente humanos.