Soplan vientos de paz. Sí, pero soplan en medio de huracanes de guerra. Creemos que si la guerra tuvo un comienzo, tiene que tener un fin. No, no me refiero al fin de enriquecer a los que viven de ella, que tienen ganancias impensables con el negocio de la muerte, los que atizan la hoguera de la disputa, la rivalidad, la discordia: los mercaderes de la muerte. En fin, los mercenarios que viven de la desgracia que producen a diario, en una sociedad tan inerme, como tolerante; tan indefensa, como atemorizada. Una sociedad que actúa como si ese flagelo no existiera.
Estamos ante la posibilidad de transformarnos en un país civilizado, pero tenemos muchos compatriotas que prefieren la fanfarria de la violencia, con los dividendos que de ella derivan, convertida en su filón inagotable de recursos. Hombres y mujeres empecinados en ponerle trabas a cualquier posibilidad de reconciliación, lo que minaría el inagotable nacimiento de sus fortunas, construidas a ritmo de intimidación y muerte. Una cultura enraizada que no será fácil de enfrentar, de los que creen que el conflicto es el mejor de los negocios, porque tienen aseguradas ganancias de usureros.
La paz es mucho más difícil de construir, que seguir el ejercicio sin fin de esta guerra demencial en que estamos enfrascados desde que tenemos memoria. Porque la guerra es inmediatista, daña a muchos, lucra a pocos, pero a los pocos que lucra les da poder, el poder del terror, la tenebrosa realidad de la guadaña torpe que va segando vidas y cercenando esperanzas, para que unos pocos, no tan pocos la verdad, mantengan su filón, no importa con cuanta infamia, que para los negociantes de violencia la dignidad no existe.
¿Qué nos ha dejado este submundo de terror y muerte? Nada. Nos ha convertido en un país paria. Una vergüenza para cualquiera que tenga una mente, en la que se albergue un mañana mejor para sus hijos, para los hijos de sus hijos. Porque tarde o temprano, los guerreros caerán, arrasados por otra turba diferentes con fines distintos, aunque para conseguirlos sigan matando.
¿Cómo podemos entonces construir la paz, desde los cimientos de una raza que es violenta por naturaleza y que siempre ha vivido en medio de conflictos? Hablo de la misma que no se inmuta con la muerte de su congénere, ni con la desaparición del vecino, ni la con matanza del compatriota.
¿Cómo construir una paz que sea de verdad, que sea un modo de vivir; que no sea solo la letra muerta de tratados y armisticios que no se cumplen en la realidad? ¿Cómo ponerle fin a un conflicto que ha arrasado nuestras tierras, vuelto añicos nuestra dignidad, pintado de sangre todos los rincones de Colombia? ¿Cómo comenzar a cumplir la distopía, sueño de la razón, de vivir en paz, sin importar la diferencia ideológica, sin usar la religión como excusa para matar, en nombre de Dios y que usan su nombre, para las cruzadas de muerte que ejecutan sus seguidores y sus templarios? ¿Cómo convencer a los proxenetas de la muerte, los que manejan las armas o las distribuyen, los que matan o mandan matar, que son numerosos, que es mucho mejor vivir en paz, que existir al azaroso arbitrio de la muerte violenta?
Tenemos que creer en que la paz es posible, sí, y solo sí, comenzamos por desarmar nuestros corazones; sí, y solo sí, comenzamos a reconocer el valor de la vida propia y la ajena, como bienes superiores, a cultivar la cultura del respeto a la existencia, aún en medio de las diferencias de sexo, raza y convicciones políticas o religiosas.
Es por la realidad cruda de este mundo en el que vivimos, que vale la pena el ejercicio de empeñar todos nuestros esfuerzos, en el propósito de un mañana mejor, con una paz duradera, con la posibilidad de vivir en medio de las diferencias, sin que eso le cueste la vida a persona alguna.
Para que la paz sea posible, estamos en la obligación, eso nos urge, de convertirnos en multiplicadores de acciones pacifistas, en creadores de oportunidades renovadas, en las que, además de esperanza, la gente se reencuentre con la tranquilidad, destierre la zozobra y elimine el miedo.
Porque aunque los no violentos seamos muchos más, los violentos nos han acorralado, hasta hacernos perder la tranquilidad diaria, regalándonos además, eso creen, un miedo colectivo que nos paraliza y enmudece.
Solo una actitud determinada y sin posibilidad de reversa para alcanzar la paz, permitirá que Colombia, este paraíso perdido, hoy convertido en letrina, vuelva a ser un país decente en el que la vida valga todo, en el que la gente sienta desprecio por la muerte violenta, acorrale a los que sigan patrocinando a los violentos, que no quieren que vivamos en paz.
En la caja de Pandora todavía está la esperanza, que es lo último que se pierde. Contribuyamos todos a cambiar el ruido ensordecedor del Pas-Pas, por el glorioso grito de Paz-Paz.
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