La justicia en Colombia nunca ha existido. Los mamotretos de códigos y sentencias, almacenados en los anaqueles del Congreso, no pasan de ser un maremagno de leyes y sentencias aprobadas, en la mayoría de las veces, a golpe de pupitre, movidos por intereses políticos y particulares.
Existe en el país una anarquía de leyes que se contradicen entre sí y que prolongan los trámites al infinito, sin que logre sentencias de cierre. Las cortes, supuestamente las instancias superiores, mantienen una guerra mutua de poderes y vanidades que bloquea decisiones.
No solo la inercia es signo distintivo del aparato judicial. Allí reinan también los síndromes de la corrupción. Las altas cortes han instituido un imperio inexpugnable saturado de gabelas, de altas dietas, con una burocracia generosa a su disposición, amén de vehículos blindados de alta gama cada año renovados, pensiones de jubilación escandalosas, viajes a su disposición con viáticos faraónicos. Estas virtudes, se desbordan desde lo alto y penetran en los pisos bajos de la estructura judicial.
Muchas cosas más distinguen la justicia colombiana, pero mejor es no menearlas. Esto ha dado lugar a que desde siempre, la haya acompañado un desprestigio general. Nadie cree en esa clase de justicia. Su calificación en el ranking internacional hiere todos los pudores.
Muchos, si no todos, presidentes de Colombia llevan bajo el brazo el día mismo de su posesión, un proyecto de reforma de la justicia. Es decir su proyecto memorable. Hasta ahora todos han fracasado. Cualquier modificación tiene que ser con los titulares inmaculados que ostentan dentro de murallas legales a su acomodo, este cúmulo de distinciones.
Un escenario peligroso, que explica los altos índices de criminalidad a lo largo y ancho del territorio nacional, al cual ya pertenecen los menores de edad, para los cuales no hay sanción alguna. También la abundancia de desfalcos y delitos financieros. La inseguridad rural y urbana campea tranquila por todos los rincones.
Es de admirar la persistencia y sacrificio del Ejército y la Policía Nacional, que exponen diariamente sus vidas ante una impunidad que libera malhechores de todo linaje, al solo llegar con ellos a los juzgados que les compete. Si el delincuente goza de un alto nivel económico, la blandura legal es impresionante.
Lo más increíble, es lo que se trata de introducir en relación con el tratamiento judicial a los mayores criminales que la historia ha registrado. La paz es un logro que todos los habitantes de este país ansían. El Presidente Santos merece el apoyo por este sueño suyo que es también el de todos los colombianos.
Pero es inaceptable la fórmula de impunidad del fiscal de la Nación, aprovechando la dificultad de las conversaciones de paz en La Habana, de premiar estos asesinos representantes de las Farc, organización criminal a la que pertenecen. Propone nada menos, e increíble, su libertad absoluta. Pero no solo eso, sino algo más inaudito. Que al terminar firmando un documento de paz, estos maleantes, cada vez más prepotentes y altaneros como si no llevaran, a sus espaldas la carga y sangre de sus asesinatos, puedan ascender al Congreso de la nación de una, es decir sin credencial distinta a su carácter de asesinos y narcotraficantes, como los conocen en el mundo civilizado.
Este fiscal locuaz e indiscreto, tiene este sueño desde hace rato. Ahora, cuando las conversaciones se tornan más difíciles, le ha dado por pregonar este absurdo, creando complicaciones al Presidente con el pueblo colombiano que odia la guerrilla. El fiscal recarga sus fuerzas y peroratas en la ley que aprobó la justicia transicional, orangután con que se engañó al país y que permita pagar los crímenes atroces con obras de jardinería. Pero para mayor asombro mundial, que ampliando esta ley monstruosa, les otorga credenciales para que mediante un salto de garrocha accedan a curules parlamentarias.
Los colombianos decidirán con el referendo final, tal como lo dice el señor Presidente.
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