‘Cuando la muerte cayó del cielo en Japón’ es el titular de la revista Semana, para referirse al ataque nuclear a Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945. Dice el artículo que no obstante la conciencia sobre el peligro extremo de las armas nucleares y los tratados vigentes sobre su proliferación, desde hace unos años la amenaza nuclear ha regresado a la agenda mundial. Corea del Norte tiene diez bombas y ha lanzado varios misiles para demostrar que puede atacar a Corea del Sur y a Japón, Rusia está haciendo amenazas nucleares cada vez más explícitas a raíz de su incursión en Ucrania, Estados Unidos ha anunciado que planea inversiones millonarias para modernizar su arsenal nuclear, China está instalando ojivas nucleares en misiles de largo alcance, y el conflicto entre India y Pakistán está entrando en una fase que podría escalar a nivel nuclear. Parecería que el mundo entero está cada vez más armado y como dice el artículo de Semana, es necesario recordar el testimonio de las víctimas de estos ataques, porque las armas atómicas son una espada de Damocles oscilando sobre todo el mundo.
Podría hacer mención a otros conflictos y guerras, no necesariamente nucleares como la nuestra, por ejemplo; para demostrar que nos estamos preparando constantemente para la defensa o el ataque, para ver enemigos en todo lo que nos parezca diferente o pueda tocar nuestros intereses particulares. Cada vez más protegidos y defensivos nos olvidamos que somos seres humanos vulnerables y que, sin importar el poder que tengamos, son muchas las cosas que no están bajo nuestro control. Me pregunto si hubo un día en que el hombre se despertó dándose cuenta que era un ser indefenso que debía protegerse y defenderse de todo lo nuevo que apareciera a su alrededor. Lo cierto es que los seres humanos, a diferencia de los animales, somos la única especie que se ha dedicado, a lo largo de la historia, a buscar formas de atacar y destruir a sus iguales. Los animales atacan por necesidad, para defenderse, alimentarse y sobrevivir; en cambio, los humanos parece que tenemos dificultad para reconocernos en los de nuestra especie y terminamos convirtiéndonos en enemigos de nosotros mismos.
Qué pasa si solo por un momento, como decía al final de mi columna anterior, nos paramos ante un espejo para reconocer que no somos todopoderosos y solo somos mortales que un día nos iremos de aquí, y aunque solo creamos en la vida terrena, tratamos de dar lo mejor de nosotros para que alguien nos recuerde con amor. El problema es que esto que parece tan fácil, se convierte en una de las tareas más complicadas de la vida, ser capaces de amar y dejarnos amar por los otros ¿Sabe por qué es tan difícil? Porque el amor empieza por reconocernos vulnerables, por quitarnos todas las máscaras y corazas que a lo largo de nuestra vida, producto de la educación y las experiencias complejas, nos hemos ido poniendo para terminar lanzando espinas, como el puerco espín, cada vez que alguien se acerca. La coraza más fuerte que nos ponemos y, tal vez, la peor arma que utilizamos contra nuestros iguales es la arrogancia, que nos hace pararnos en un sitio tan alto que perdemos de vista a los otros y a donde nadie puede alcanzarnos.
Las consecuencias de esconder nuestra vulnerabilidad son muchas y desafortunadamente muy negativas; desconexión de nuestra esencia y olvido de quiénes somos, trastornos y pérdida de la salud, incapacidad de decir no sé y explorar nuevas alternativas, dificultad para reconocer y valorar propuestas diferentes, necesidad de imponer nuestras ideas hasta el extremo de acabar con el otro, como sucede en las guerras de todo tipo, en la familia, en la empresa, en la sociedad, en el mundo entero; hasta llegar a la situación extrema de Hiroshima y Nagasaki o a lo que está sucediendo actualmente en tantos lugares de este planeta. Tal vez es hora de preguntarnos qué tiene que ver esto con cada uno de nosotros, con usted y conmigo, porque han pasado 70 años y…
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