Solo cavilo en que el olvido en el que teníamos a James Wright Foley lo pagó con su vida. Su tenebrosa decapitación a manos de un salvaje del Estado Islámico de Irak (ISIS o EI) en algún lugar de Siria y cuyo fin deletéreo se esparció por el gueto virtual de las redes sociales fue el colofón a una vida con el más horrendo de todos los desenlaces. De una muerte así solo quedan preguntas que jamás logran apuntar a una serie cuerda y coherente de respuestas; es una sola vorágine.
La semana pasada estaba en la computadora cuando comenzaron algunos periodistas estadounidenses a hablar acerca de la posible decapitación del fotoperiodista. Reconozco que no sabía que estaba en manos de un grupo extremista islámico y, aún menos, que estaba prácticamente condenado a morir como elemento de presión ante la cruzada mediática y bélica que vive oriente medio con occidente.
El grupo islámico que lo mantuvo secuestrado subió el video de su decapitación a YouTube, el portal de videos más popular de la web. Duró en línea casi siete minutos. Vi la primera parte, en la cual el periodista, en medio de la presión, accede a proclamar los principios yihadistas y a culpar a su país, Estados Unidos, por el crecimiento de los conflictos sociales en Irak y Siria. El resto se puede abreviar.
¡Cuánta sevicia y cuánta frivolidad! Repentinamente, llega un pensamiento existencialista que no se marcha por algunos días, solo hasta cuando resuelvo escribir esta columna, sintiendo un mísero sinsabor de culpa por la forma en la que abandonamos a quienes hacen el periodismo más digno, en medio de una hostilidad poco representable.
Y es que el coraje de Foley, como el de tantos periodistas en el mundo, es despreciado cada vez más por los medios de comunicación que, indefectiblemente, deberían ser su soporte primario. ¿Qué puede hacer un periodista sin su medio? ¿Y qué puede hacer un periodista cuando el medio se compromete con insensatas trivialidades y deja de lado su denodado trabajo, solo porque no representa renta ni apetencia virtual?
A Foley lo dejaron y lo dejamos solo. Lo secuestraron en Siria en el 2012 y solo por algunas horas pocos medios difundieron como parte de su colosal e incomprensible caudal de información su retención y, desde entonces, solo su familia, cercanos colegas y los investigadores delegados para formular un rescate pensaban y se preocupaban por él.
Cuando volvimos a saber de James Foley, el martes de la semana pasada, solo quedaba gemir y lamentarse. Llegó ese dolor que no genera ira porque es concluyente, porque cohíbe toda reacción y simplemente queda allí hasta desvanecerse o intensificarse. Es el dolor perenne que creció cuando peritos del Servicio Secreto británico M15 y M16 identificaron al verdugo de Foley. De acuerdo con la tesis de la agencia, se trata de un joven de 23 años domiciliado en Londres. Decir su nombre es irrelevante.
El mismo martes en el que se divulgó su asesinato, su familia salió a los medios a pedir solidaria y justamente a los medios de comunicación que no accedieran a publicar el video de la decapitación y a respetar su naciente duelo. Pero algunos canales de internet e información, instituciones para las cuales James Foley dedicó la mayor parte de su vida, primero accedieron al morbo y a publicar las más escabrosas imágenes de su muerte.
Insistentemente promocionaron el dolor ajeno en medio de su impersonal y rudimentaria bolsa informativa, que en miras de querer abarcarlo todo, termina por recibir el mayor castigo periodístico; el descrédito.
La muerte de Foley nos repasó, nuevamente, que somos aún la sociedad de la esclavitud, de la inquisición y del burlesque.
Perdón, señor Foley, porque de su muerte se hizo un nuevo acto en el depravado circo mediático. Perdón, señor Foley, porque su olvido se convirtió en un relleno y su desaparición en un proceso más. Perdón, señor Foley, por los medios que especularon y sugirieron que su muerte había sido parte de una teatralización. Perdón, señor Foley, por el abandono.
Descanse en paz de las bajezas y vilipendios de este pavoroso mundo.
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