Siempre que abordamos la problemática del sector rural, coincidimos en que la mano de obra es el mayor problema, el cual requiere urgente atención y su formalización se está convirtiendo en una condición necesaria si queremos ser sostenibles en empresas agrícolas, eliminando el riesgo al generar empleo y volviendo deducible fiscalmente nuestro mayor costo.
Durante los últimos años hemos visto como cada vez es más difícil acceder a mano de obra en las fincas. En las innumerables publicaciones al respecto se identifican diversos factores que influyen en el fenómeno. El envejecimiento de la población rural es evidente, datos de Planeación
Nacional prevén que disminuirá el 28% en los próximos 30 años. Menos del 15% de la actividad rural tiene acceso a maquinaria agrícola, la brecha gerencial de las empresas rurales es inmensa y no hay extensión tecnológica gerencial al campo. Los costos de producción en Colombia son los más altos del mundo; el 14,9% de nuestros costos son logísticos (los más altos de Latinoamérica) y el 34% de la comida se pierde en la cadena de procesamiento y comercialización. Solo el 11% del empleo rural es formal y el resto de los trabajadores tiene acceso limitado a la protección social, lo cual aumenta enormemente el riesgo de generar empleo en el campo.
La inclusión de población desprotegida en el sistema subsidiado (Sisbén), por un lado le ha dado protección a quienes no tenían, pero por otro, se ha convertido en un beneficio que hace que la gente no quiera formalizarse, ni pasar al sistema contributivo, porque pierden los beneficios de programas como familias en acción o subsidio familiar de vivienda. Lo que es una costosa iniciativa gubernamental de protección a población vulnerable, está convirtiendo a muchos en una generación de trabajadores potenciales que esperan todo del Estado. Los jóvenes prefieren irse a la ciudad a vender minutos, cobrar gota a gota o lavar vidrios en los semáforos para conseguir la moto y el celular, antes que el trabajo rural, mientras esperan el día del pago de los subsidios.
El Estado que tanto ha hablado de la importancia del campo en el postconflicto, no genera medidas que estimulen la actividad agrícola o el asentamiento poblacional en áreas rurales. Los programas de vivienda gratuita son urbanos, la mayoría en capitales, lo cual atrae migración a las ciudades para acceder a estos beneficios.
La legislación homologa las condiciones laborales del campo con el sector formal, desconociendo las limitaciones inherentes a la idiosincrasia del trabajador rural, la transhumancia, la temporalidad, y las limitaciones tecnológicas para las afiliaciones (ver http://www.lapatria.com/columnas/189656/informalidad-laboral-en-la-caficultura). Urge generar medidas que permitan una formalización diferenciada para el sector rural, que permita darle protección al trabajador, pero que no sea una amenaza a la sostenibilidad económica del campesino o empresario. Viene el sistema de gestión y seguridad en el trabajo que no diferencia empleo formal y rural, y aplica igual con cien trabajadores o uno.
El sector agrícola desprotegido, sujeto al mercado de especuladores, mafias y carteles, donde el gobierno no regula ni legisla en favor del productor, necesita la implementación de medidas integrales que permitan formalizar la actividad, pero asegurar que entre la legislación y la cadena de suministro no asfixien económicamente al productor. En construcción la formalización laboral subió el costo de la mano de obra del 30% al 42%; en caficultura, donde la mano de obra es el 70% de los costos, una formalización laboral bajo la normatividad actual hace inviable la actividad. Nuestra institución tiene que enfilar baterías hacia este problema pues es una bomba de tiempo para la cual no hay mucho tiempo para desactivar.
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