Para los nuevos aficionados la palabra espontáneo poco dice dado que hace muchos años, por lo menos en Colombia, no salta uno al ruedo. Los aficionados mayores, que no aficionados viejos o viejos aficionados, porque a nadie pretendemos molestar por cuestiones de temporalidad, sí recordamos con nostalgia aquellos maletillas que, generalmente buscando una oportunidad, se lanzaban al albero durante la lidia sin importarles las consecuencias que una acción de esta índole acarreaba.
El corolario de este valeroso acto era, en los más de los casos, una paliza que le propinaban tanto algunos actores de la fiesta en el patio de caballos como la policía camino a la “permanencia”, en donde debía, por lo menos, pasar la noche por haberse atrevido a perturbar el sagrado orden del espectáculo.
Sostenían los profesionales de la época que el hecho que un inexperto le diese unos trapazos, que era en lo que generalmente consistía la actuación del espontáneo dada no solo su precaria preparación taurina sino el acoso de matadores y subalternos tratando de retirarlo de los terrenos del toro, “dañaba” la embestida del animal.
La verdad es que se trataba de una escena verdaderamente romántica y bella el aceptar de antemano enfrentarse al castigo seguro que vendría después de haberse jugado la vida. De igual manera para el aficionado sensible resultaba encantador tratar de adivinar cómo el maletilla lograba encontrar la forma de esconder, camuflar, mimetizar, bien fuera su modesta y desteñida muleta, su raída capa o un par de vetustas banderillas, de modo que en la requisa de ingreso a la plaza no las fuese a encontrar la policía, pues con seguridad le serían decomisadas y las perdería. Enternecedor descubrir el ingenio y el coraje que debía desplegar el pichón de torero, pues para poder cumplir con su gesta se la tenía que “jugar” por partida doble.
Con el pasar de los años y con la influencia de la “politiquería taurina” los matadores de turno, empezando por Manuel Benítez “El Cordobés”, no solo no permitían que agrediesen a los espontáneos sino que los alentaban para que le dieran dos o tres “pases” a su toro y luego ordenaban retirarlos pacíficamente y subirlos al tendido, generalmente entre los vítores del pueblo engolosinado por la demagógica actitud del matador.
Es que antes de que se asentara el imperio del populismo, del facilismo y de la intrascendentalidad en la fiesta, mi querido Juan José, el querer ser torero era un sentimiento que no les cabía dentro del cuerpo a los jóvenes que querían abrazar esa dura profesión y estaban dispuestos a realizar cualquier acción, por lunática o arriesgada que pareciese, con el fin de lograr darse a conocer y poder, por esa vía, obtener “una oportunidad”.
En nuestra tersa, suave, delicada y laxa modernidad ya no hay cabida para esos rústicos métodos, usados tan exitosamente antaño, para lograr la correcta formación de un torero. El romanticismo que por muchos años imperó en la fiesta y que llevaba encarnado en sí mismo varias condiciones humanas, entre ellas la hombría, la audacia, la valentía, la intrepidez y e incluso el heroísmo, hoy, para nuestro infortunio, pasó a la historia.
Hogaño creamos ídolos de barro y el público “traga” y le da, indulgentemente, el carácter de “hazaña histórica” a cualesquier actuación aún cuando haya estado absolutamente exenta de riesgo, de exposición y de verdad, elementos estos que han sido y deberían seguir siendo los pilares fundamentales de la tauromaquia. ¡Cómo hacen falta los espontáneos y lo que ellos representan!
Recibe un abrazo de tu amigo El Fraile.
Añadido: El país y sus ciudadanos quieren una paz pronta, serena y justa pero hay un sector político que la quiere imponer a su manera y por “narices” y otro que se opone a ella, ¡por “cojones”! ¡Complicada esta feria de las vanidades!
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