Principio de la buena fe
Señor Director:
Como detalla el presbítero Bernardo Naranjo Giraldo en nota dirigida al señor Director, y publicada en la columna “Correo Abierto”, en relación al aflictivo capítulo sobrellevado por el sacerdote Pedro Pablo Reinoso, sentenciado a catorce años de sanción privativa de la libertad en el pasado mes de febrero, igualmente, conozco en forma personal al prenombrado clérigo, como gestor nominador que fuera para instaurar, organizar y finalmente dirigir una nueva parroquia dedicada a Santa Marta, en el sector de Celema, proyecto de la Arquidiócesis, iniciado hace unos seis años.
La frecuencia de un diálogo en relación con situaciones de orden espiritual; el intercambio de ideas en el ámbito de la docencia; el afable debate enlazado en la imperativa exigencia de una formación moral individual, social y de compromiso con los destinos del mundo, como en la actualidad se preconiza en la denominada moral de tercera generación, signaron el temario de examen y crítica a través de una plática franca, sentida y cordial. Ni episodios propios de un conflicto social, político o económico de filiación banderiza, constituyeron, ratio materiae, el amistoso coloquio con tan distinguido contertulio.
Si como el presbítero Naranjo Giraldo pregunta: “Qué culpa tengo yo de mis relaciones forzadas con esos hermanos con ideales que tenemos por equivocados pero que ellos consideran necesarios y eficaces?”, para referirse a “… guerrilleros y paramilitares”, si el interrogante en cita se dirige a una aserción absolutoria; ello permitiría entonces, gracias a su penetrante contenido humano, inferior cómo ese inevitable roce con un personal insurrecto deviene, como resultado, en un inescindible imperativo profesional, como lo sería la asistencia espiritual para quien por su filiación divina, la suplica o, mutatis mutandi, habría de demandarse del médico para salvar la vida de quien desconoce o repudia un régimen político o sistema de autoridad. En verdad, ese tipo de conducta, racionalmente, excluiría, en ese solo evento, el elemento psico-físico de la culpabilidad.
Empero, para quien, ante la incriminación de un ilicíto penal, para sí, la verdad y la certeza de su obrar lo excluyen de cualquier vínculo con el iter delictual, la infranqueable dificultad en el proceso como determinante exculpativo, descansa, precisamente, en la imposibilidad absoluta de su prueba. La inocencia, como el honor, convocado a comparecer ante el Tribunal de la propia conciencia, es insusceptible de verificación.
La verdad pura para la inocencia es intransigente, se subsume en el auto-testimonio; no existe ámbito de confrontación para su defensa. “El que arde en la verdad -acota Gustavo Zagrebelsky- puede más bien aceptar su inmolación, dando así la última prueba de fidelidad, antes que ser procesado, condenado, o aún, absuelto. Para el depositario de la verdad, no hay nada que sea discutible y que pueda ser sometido a arbitrio: no hay razones, ni siquiera buenas, que puedan cotejarse con las contrarias”. Será el juicio pretranscrito, la razón del sublime silencio de Cristo ante el Sanedrín?
Ajeno en un todo al cuestionamiento, discusión o desconocimiento de la providencia condenatoria dictada por el órgano jurisdiccional, digno del mayor respeto y devoto acatamiento; el motivo que induce la nota, señor Director, descansa en el ineludible deber moral de destacar la bondad que nace del conocimiento personal del padre Reinoso, de su sensibilidad social e irrevocable vocación apostólica, que legitima el reconocimiento como merecedor del amparo de una realidad jurídica actuante y lo constituye ese perenne brocardo romanístico de la buena fe e inmutable valor de la principalística legal y constitucional.
Rodrigo Vieira Puerta
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