En Colombia existe la costumbre de descalificar a los que han tenido cualquier tipo de éxito. Se trata de una especie de síndrome que nos lleva a buscar argumentos en contra de cualquier logro ajeno, por ejemplo, es común escuchar que la gente diga cosas como, “puede que Gabriel García Márquez haya sido buen escritor, pero no hizo nada por el país, ni siquiera fue capaz de construir el acueducto de Aracataca”. Se ha dicho, incluso, que García Márquez fue un traidor de la patria porque pasó gran parte de su vida por fuera de Colombia. No deja de ser curioso que se le acuse de eso a alguien que tuvo que exiliarse, en gran medida, por motivos políticos. Además, si se hubiera ido porque quiso, ¿cuál habría sido el problema?
Las críticas contra el único Nobel de literatura de nuestra historia, como contra todos los colombianos reconocidos, son muchas y muy variadas. Shakira negaba su país porque en algún momento su acento empezó a volverse argentino; James juega bien fútbol, pero es gago; Fernando Vallejo, pedófilo; Juan Pablo Montoya, creído; Juanes, cualquier cosa; Fernando Botero solo hace gordos; Falcao es muy rezandero y se lesiona mucho; Gabriel García Márquez era comunista y no se inventó nada sino que la abuela le contó todas las historias; etc. Repetimos ese tipo de juicios, una y otra vez. Como si fueran mantras, en este caso, expresiones que evitan que la mediocridad propia sea tan evidente.
Da igual si las afirmaciones son ciertas, o no, porque que la mayoría de ellas no pueden ser consideradas como algo más que irrelevantes para el talento del que se ataca. Se originan por la vanidad de creer que uno podría ser el mejor –o, por lo menos, bueno– en cualquier campo, si así lo quisiera. De ahí que se escuchen cosas como, “si hubiera practicado más yo podría haber sido buen futbolista”, “si a mí me pagaran por eso sería igual de bueno” o “si yo me fumara un porro también escribiría poesía”. Todo el mundo duda de su disciplina y de sus oportunidades, pero casi nadie duda de sus capacidades. Los colombianos creemos ser capaces de todo y mejores que cualquiera, aunque en potencia.
Los métodos para defender esa creencia vanidosa son tan absurdos como ella misma, hacer críticas de todo tipo, excepto aquellas que son pertinentes en cada caso (la crítica es muy importante, cuando es seria): criticar a un cantante por su acento, a un poeta por no ser modelo de conducta para los jóvenes, o a un Nobel de literatura por no salvar de la miseria a un pueblo cuya miseria está denunciando. Si García Márquez hubiera construido el acueducto, habría sido tildado de clientelista, y si no hubiera sido amigo de los poderosos, lo habrían llamado apático. Pero, en medio de todo, no se puede perder de vista que el punto de “Cien años de soledad” era mostrar la historia de un pueblo condenado al olvido. Un año antes de la muerte de García Márquez, casi inauguran el acueducto de Aracataca, cosa que sin él no habría pasado, pues nadie sabría de la existencia de ese pueblo de 36 mil habitantes:
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