La niebla era distinta en ese entonces. A finales de los 90, uno la respiraba para hacer poesía o la rompía en medio de las notas musicales en la Media Torta de Chipre. Al menos, así era mi vivencia,
puesto que mi mundo eran los símbolos, las metáforas. En mi caso, ese mundo me apartaba de la realidad política de la ciudad (si es que realidad y política son palabras asociables).
La ciudad de la niebla… esa expresión era un ícono de la emisora de la Universidad de Manizales UM FM. También inspiraba el nombre de un festival de rock en el que muchos vimos nacer a Superlitio o -
en quizás en su peor noche- escuchamos a Kraken, ya decrépito. Era el Festival de la Niebla, el que hoy es una leyenda asustando en esa Media Torta, en la que sólo sobrevive Miss Tanga.
La niebla era en esa época una autopista de algodón nocturno; la temperatura blanca y exacta para el romance cuerpo a cuerpo; el velo intimista y húmedo entre la respiración y el paisaje, la nube que aterrizaba en el pavimento, para acolchar los andares y los besos. Pero pasó el tiempo y la realidad comenzó a rasgar esas vívidas metáforas. La niebla ahora bloqueaba las ventanas de los edificios donde se toman decisiones y no les permitía a los todopoderosos ver al pueblo. También les tapaba los oídos y hasta les congelaba las manos.
A quienes vivían en la esfera de las artes y la cultura, también les cegó los ojos y dejaron de mirar a horizontes lejanos. Así se acostumbraron a hacer lo mismo vez tras vez y a cambiar los amplios
referentes del mundo, por sus propios espejos. Los que rompían esa niebla no fueron entendidos y llevaron sus saberes, sentires y decires fuera de ella, a otras tierras (o a otros cielos).
Ejercer el periodismo fue asesinar la metáfora inicial de la niebla: entre más uno escarba en esta ciudad, más vistas, olfatos, gustos, tactos y oídos nublados encuentra. La niebla disfraza, congela, opaca,
enceguece, enferma.
Después de unos años de caminar a pie por la ciudad, pero también de pisar despachos y escuchar a quienes elegimos (también a los que no elegimos e incluso rechazamos, pero siguen en las altas
esferas), mi metáfora de ciudad ha cambiado.
Manizales ya no es la ciudad de la niebla sino una ciudad nublada. La niebla no nos adorna sino que nos afecta. Nos estamos desdibujando, como dejándonos borrar por la niebla de nuestra mentalidad opaca, cerrada, solipsista.
Sólo en una sociedad así puede ocurrir una crisis del agua y una tragedia como la del barrio Cervantes, sin que haya un cobro social riguroso a quienes permitieron que sucediera, a quienes de alguna forma la perpetraron. Con esas 48 víctimas mortales del sector de Cervantes, Manizales también murió un poco. Uno de los primeros pasos para superar una crisis es reconocerla, para así poder leerla en todas su dimensiones. Lamentablemente aquí aún no nos hemos hecho el duelo por tener una ciudadanía mayoritariamente muerta. Olimos el azufre del infierno, pero dijimos que era nada más el piso del
cielo.
La barrera entre el conformismo y el optimismo también está nublada para nosotros. Es claro que el optimismo debe basarse en un extenso conocimiento del problema, lo cual genere una enorme
capacidad de superarlo y así crecer, para estar por encima de la situación. En ese sentido, tenemos que tener un optimismo estratégico, inteligente y realista (las raíces de la palabra optimismo aluden a “lo
mejor posible”).
Estamos nublados, como ciudad y como ciudadanos, por lo que nuestro reto inicial es romper nuestra propia niebla. Sólo así tendremos la posibilidad de darle brillo a nuestra mirada, darle alcance y
despejarla para encontrar un camino mínimo que nos saque de este abismo que existe sólo para ser superado, que nos dejará fortalecidos para abismos futuros.
Tenemos que traspasar la niebla manizaleña que nos obstruye y nos desenfoca la vista del horizonte. Estamos llamados a transformarla en ese marco en el que suceden los sueños, en una degustación de
cielo que nos haga dar ganas de volar hasta estar a la altura de nuestros tiempos.
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