A comienzos del año se tenía en el país gran expectativa por lo que podría ser una gran reforma que apuntara a corregir los vicios que han pervertido el ejercicio de la política en Colombia, como la prevalencia del voto preferente sobre las listas de los partidos y la circunscripción nacional general para el Senado, por ejemplo, lo que encarece demasiado las campañas y facilita el ingreso de dineros ilegales. No obstante, todo indica que terminará aprobada una reforma que se queda a mitad de camino en aspectos esenciales y que podrá tener efectos inesperados de cara a las elecciones parlamentarias y presidenciales del próximo año.
La realidad es que después de enormes ambivalencias en los debates en la Cámara de Representantes, en la Comisión Primera del Senado en un solo debate se tomaron decisiones audaces que seguramente serán ratificadas en la plenaria en los próximos días, y vendrá luego la conciliación en la que es impredecible su resultado, y la probabilidad de que esta reforma sanee las costumbres políticas parece muy limitada.
Del proyecto nacido de las recomendaciones de la Comisión Especial Electoral, que no solo buscaba reformas a la política como tal sino también modificar aspectos esenciales del sistema electoral colombiano, queda muy poco, casi nada. De hecho, solo se hace un pequeño ajuste en la elección de los magistrados del Consejo Nacional Electoral que no aporta a generar más transparencia, independencia, neutralidad y equilibrio a la política. Ese organismo seguirá politizado, contrario a la tendencia de entidades similares en las democracias más consolidadas del mundo.
La iniciativa gastó cuatro meses en la Cámara, de donde salió desvirtuada de su intención inicial, de facilitarles la participación política a las fuerzas alternativas más pequeñas, y todo indica que el resultado en el Senado podrá ser que se conformen grandes coaliciones de partidos grandes y pequeños que tengan algunas afinidades ideológicas. Eso tiene sus pro y sus contra que solo con el tiempo se podrán evaluar adecuadamente.
El aspecto más polémico de lo aprobado en el fugaz debate en la Comisión Primera del Senado es que los congresistas que no estén de acuerdo con las coaliciones que hagan sus partidos y movimientos políticos podrán cambiar de colectividad sin incurrir en doble militancia, algo que con el tiempo podrá arrojar efectos insospechados, aunque les da la posibilidad a quienes no comulguen con las alianzas de su partido buscar alternativas más próximas a su forma de pensar.
Como resultado positivo para los partidos pequeños, se eliminó durante ocho años el umbral mínimo de votación para mantener el reconocimiento y poder recibir financiación del Estado. Eso les garantiza a partidos como el Verde, el Mira, o el propio Polo Democrático seguir en la brega electoral manteniendo sus banderas.
Instancias como la de la Misión de Observación Electoral (MOE) consideran que la reforma política que avanza en el Congreso es un retroceso, e inclusive creen que incentivará la corrupción, por el hecho de que los congresistas puedan ser ministros o embajadores. Lo cierto es que haber dejado hundir definitivamente esta reforma habría sido un costoso error, y que lo más conveniente es que se rescate por lo menos algo que ayude a ordenar en algo la política. Del ahogado el sombrero, como se dice. Quedan muchos asuntos pendientes, porque tampoco tiene mucha lógica que haya ahora una mayor financiación estatal de las campañas, cuando no se tienen mecanismos que ayuden a la democracia interna de los partidos, ni que se fomenten las listas cerradas por sobre el voto preferente.
Queda también por resolver la participación en política de los funcionarios públicos, que hoy se prohíbe, pero que es una norma que no se cumple y no tiene sentido mantener. Los funcionarios, y más los de elección popular, son por definición políticos, y debe reglamentarse su participación en las campañas electorales para terminar con tanta falsedad y violación de la ley.
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