En el 2010, la entonces poderosa secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, pidió a sus diplomáticos y, seguramente, al Servicio Secreto información sobre el estado de salud mental de la presidente Cristina Fernández. Preguntó “si estaba bajo medicación”. Según la nota de Reuters, el diario británico The Guardian tuvo “acceso a los cables diplomáticos estadounidenses difundidos por el sitio web WikiLeaks que citó memorandos secretos enviados por Clinton en Buenos Aires”, quien preguntaba cómo le iba a la presidente de Argentina con “sus nervios y ansiedad, ¿bajó qué circunstancias gestiona mejor las tensiones?, ¿cómo afectan las emociones de Cristina Fernández de Kirchner su toma de decisiones?, ¿cómo se calma cuando está bajo estrés?, ¿toma medicamentos?”.
En la gran política internacional, entre las potencias, estas preguntas son fundamentales en las negociaciones diplomáticas y en las guerras. Durante la Guerra Fría, saber el estado de salud, por ejemplo, de los secretarios generales del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética era un problema de Estado que podría ayudar a presionar a los soviéticos. Hoy sabemos, por ejemplo, la opinión de Mijail Kosariov, médico de Leonid Breshnev, antecesor de Mijail Gorbachov, sobre que aquel sufría “de una masa de patologías, mientras abusaba de sedantes”. En 1975, en su primer viaje con Breshnev a Polonia, el Dr. Kosariov estaba atento para que el anciano secretario general no abusara de las pastillas de Ativan, Radedorm, Eunojtin y Sedujen. Según Kosariov, “había que reducirle la dosis de sedantes que causaban debilidad muscular y afectaba la dicción” para que hablase en un Congreso. Pero, a todas estas, no era la persona más enferma del glorioso buró político que gobernaba un gigantesco país como era la Unión Soviética. Seguramente las embajadas de Europa occidental están buscando la manera de saber a través de sus espías acerca de la salud mental de Putin, para desacreditarlo aún más. De hecho, en Letras Libres, Ricardo Dudda afirmó que Putin “lleva meses aislado y pasa cada vez más tiempo solo por miedo al covid. No es difícil imaginar su confinamiento obsesionado con recuperar Ucrania”.
Del otro lado, en la Florida, Trump es aclamado cuando se burla del estado mental de Biden, quien no sería capaz de encontrar ni siquiera la puerta de salida del lugar. Creo que, en Colombia, la tradición colonial de estigmas se mantuvo más que en otras sociedades. Según Felipe Martínez Pinzón, “los cambios constantes de temperatura en el trópico andino fueron politizados aún antes de la constitución de la República”. Los estatutos de limpieza de sangre para entrar en ciertos oficios se mantuvieron hasta el siglo XIX. Todo ello nos dio un abanico de expresiones para estigmatizar, por ejemplo, a la “gente de Tierra Caliente”. Además, la sujeción a los esquemas mentales de la Guerra Fría proporcionó el lenguaje moderno de la difamación en la política. Así pues, uno de los mayores estigmas es el de “enfermo mental”. Todo ello en un país cuyas cifras de personas diagnosticadas con enfermedades mentales son grandes.
Según Erwin Goffman, en su obra Estigma. La identidad deteriorada, el estigma es la manera más eficaz para generar desprestigio social, puesto que busca subvalorar, humillar, despreciar y aplastar la dignidad humana. En sus palabras: Los griegos que aparentemente sabían mucho de medios visuales, crearon el término estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el status moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor, una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse, especialmente en lugares públicos.