Era mi costumbre llegar tarde a las clases de siete de la mañana en la Facultad de Derecho de la Universidad de Caldas, y que me durmiera en ellas. Hubo dos materias: Derecho Laboral Individual y Sucesiones, en las cuales no pude permanecer despierto en una sola clase durante todo el tiempo de su duración - de 7 a 9 a.m., dos veces a la semana, todo un año. Los códigos Laboral y Civil me sirvieron de dura almohada. Pero nunca fue así con Derecho Penal Especial Dos, la clase orientada por el doctor Ariel Ortiz Correa. Por el contrario, llegué siempre temprano y nunca me dormí. Era fascinante.
Treinta años después, sigo teniendo un gusto muy especial por el Derecho Penal, a pesar de nunca haberlo ejercido en la vida profesional. Este gusto se debe única y exclusivamente a haber contado con dos maravillosos profesores durante los estudios universitarios: Ariel Ortiz y José Fernando Calle. José Fernando nos dio unas muy sólidas bases de Derecho Penal General en primer año, y luego de haber pasado por un Derecho Penal Especial Uno, soso y aburrido, llegó la dicha del Penal Especial Dos, materia donde se estudiaban los delitos de mayor trascendencia humana, aquellos que tienen que ver con lo más preciado del individuo, empezando por la vida. Buena parte del año se fue estudiando a fondo el homicidio como tipo penal. La causa de esta dicha era el profesor: Ariel Ortiz. Recuerdo la vitalidad con que daba sus clases, cómo enseñaba con una facilidad increíble, cómo era de sencillo aprenderle. Juicioso estudioso del Derecho, nunca intentó deslumbrar con complicadas teorías jurídicas, sabía que lo importante para jóvenes veinteañeros era suministrarles diáfanas herramientas de análisis, que no por sencillas carentes de profundidad. Ariel hacía fácil lo difícil. Siempre generoso y abierto a la exploración conjunta. Recuerdo que en un examen escrito hizo una determinada valoración sobre una respuesta que presenté, la cual no compartí. Con total tranquilidad me dijo “digámosle a José Fernando que revise esta respuesta como segundo calificador y así aprendemos todos”. José Fernando revisó la respuesta y me dio la razón. Cuando fui donde Ariel a comentarle, me dijo que ya había hablado con José Fernando y que le alegraba mucho que él me hubiera dado la razón. Un gesto así solo podría salir de una persona con una humanidad grande como Ariel Ortiz.
También recuerdo cómo me preparó para las audiencias públicas por homicidio en las que participé como defensor de oficio durante la práctica de consultorio jurídico. La primera vez que nos reunimos me “bombardeó” con muchas preguntas que no pude responder. Al final, con algo de vergüenza, le dije “Doctor Ariel: si a usted le parece, mejor no llevo este caso, porque parece que no estoy preparado”. Me respondió: “nada de eso, léase el Código de Procedimiento Penal y hablamos en una semana”. Habiendo hecho la tarea regresé y de su mano llevé un caso muy difícil, y luego tres más. Los resultados fueron inmejorables.
Me cuenta su amigo del alma ‘Carturo’ Abad, de cómo en los últimos años era su costumbre tener entrañables tertulias en una sencilla tienda de Villamaría, cerca de su casa-finca donde vivía. Allí se reunían alrededor suyo muchas personas. Siempre hacía gala de su liberalismo de alma, más allá de lo partidista. Defendió con vehemencia la posibilidad de que viviéramos en paz en Colombia a través de la solución negociada de nuestra guerra interna. Bueno, en esto le cabía algo de camaradería, pues su gran amigo Humberto de la Calle era el timonel del proceso de La Habana.
Lector ávido sin pretensiones de posar de erudito, pasaba sus libros con total desprendimiento a sus cómplices de lectura.
Durante los últimos años lo llamaba cada seis meses aproximadamente para saludarlo y recordarle mi aprecio. Siempre me decía que no hacía falta que se lo recordara, pues no tenía duda de ello, pero que le daba mucha alegría saber que después de tantos años un alumno lo llamara solo para saludarlo. Ariel tuvo centenares de discípulos que lo quisimos.
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