En este momento alguien puede estar despotricando de usted en algún café. O usted puede estar desguazando a su prójimo. Es otro deporte nacional.
Café es una palabra de doble faz, como los traidores, que nombra tanto el sitio como la bebida.
Por capricho de pensionado, visité los lugares bogotanos donde funcionó el más emblemático de todos, El Automático, que originalmente estuvo en la Avenida Jiménez No. 5-28. García Márquez bebió allí sus primeros teterados culturales y ajedrecísticos de la mano del cliente más famoso: León de Greiff.
Esa leyenda llamada El Automático, nacido con posterioridad al 9 de abril de 1948, era un parche en el que estaba representada toda Locombia. Empezando por su dueño, Fernando Jaramillo Botero, uno de los quince hijos de Raimundo y Evelia, de La Ceja (Antioquia).
Jaramillo le endosaría el negocio a Enrique Sánchez, jericoano.
El espíritu libertario de Jaramillo lo sacó a los doce años de la comodidad del hotel mamá. Con semejante familión tocaba largarse. No había lata pa tanto buche.
Su periplo completo fue La Ceja-Medellín-Manizales-Bogotá-Girardot, adonde se retiró, enfermo. En 1972 se volvió eternidad.
Manizales, “construida contra la voluntad de Dios”, vio crecer a Jaramillo. Aprendió el abc del negocio de vender tinto; también fue panadero, tendero, fabricante de jabón, vendedor de ganchos, chicles, silletería para teatros.
Fabricó fulminantes para escopetas de cacería, palillos de dientes, muebles. Pero su principal oficio fue vivir.
En Manizales se sentía como en casa. Le servía la ropa de su frío terruño. Además, para los paisas da lo mismo Antioquia que Caldas, Risaralda o Quindío. Comen igual, tienen el mismo sonsonete, comparten el mismo Dios; se diferencian en los cafés para despellejar prójimos y en el equipo de fútbol. Cada región tiene sus propios corruptos.
Jaramillo era un perfecto cacharrero, al que le gustaba más la vida que el “poderoso caballero don Dinero”. La vida como forma de servir, divertirse, sin trasnocharse por el saldo bancario. Siempre ejerció un activo mecenazgo cultural. Coleccionaba vales de sus más encopetados y desplatados clientes.
Con las credenciales de camellador e insomne filántropo, el paisano de Gregorio Gutiérrez González desembarcó en la plaza bogotana en 1938. Tenía 25 abriles. Era la época en que todo sucedía en el centro de la ingenua metrópoli. En palabras del poeta Fernando Arbeláez: “En la carrera séptima todos nos encontrábamos con todos… transitaban las gentes humildes y las gentes importantes”.
Jaramillo fue a untarse de ciudad grande unos días. Como nos sucedió a miles, terminó flechado por “rololandia”. (Con el tiempo lo empendejó una tolimense, Lina Botero, con quien se casó en siete días. A veces, el amor necesita migajas de tiempo para volverse eterno. Y epístola).
Tuvo la extraña manía de coleccionar cafés. Uno de los primeros que visitó en Bogotá para ejercer su derecho a la bohemia fue el Félixerre. (Continuará)
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