En alguna ocasión Carlos Díaz-Alejandro, estudioso de las economías latinoamericanas, usó el adjetivo “mediocre” para referirse al desempeño económico de Colombia. No lo hizo con la pretensión de referirse a nuestro país en términos peyorativos. Su propósito era señalar el rezago del crecimiento económico colombiano -y de las transformaciones relacionadas con este- en el contexto de los países más grandes de la región.
Las siete economías de mayor tamaño en América Latina son: Brasil, México, Argentina, Colombia, Venezuela, Chile y Perú, en ese orden. En 1973, el ingreso por habitante de Colombia era el más bajo de ese grupo. Hoy solo supera a Perú (que de todos modos está ocho puestos por encima de Colombia en el índice de desarrollo humano). En el caso de Venezuela, la última cifra registrada por el Banco Mundial corresponde a 2013. Los colombianos nos jactamos de la estabilidad de nuestra economía y de la prudente gestión de nuestra tecnocracia. Hay razones para hacerlo: aparte de la crisis de fines de los noventa, no hemos experimentado episodios dramáticos de hiperinflación o desastres como el “tequilazo” mexicano de 1995, el “corralito” argentino de 2002 o la actual carestía venezolana.
No obstante, haciendo a un lado el caso venezolano (especial no solo por su riqueza petrolera sino porque actualmente sus cifras oficiales parecen poco confiables), al contrastar la economía colombiana con las otras economías grandes de la región, su capacidad productiva y distributiva aparece tan deficiente como décadas atrás. Cualquiera que consulte los indicadores de desarrollo del Banco Mundial en internet, podrá apreciar que Colombia no sale bien librada si comparamos sus cifras de desempleo, vulnerabilidad del empleo y desigualdad, con las de los otros países mencionados y con los promedios generales de América Latina.
Es realmente mediocre una economía que a pesar de la fuerte y sostenida devaluación de su moneda desde 2015, mantiene un elevado déficit en su balanza comercial de bienes (en el segundo trimestre de este año, fue de casi dos mil millones de dólares). Es también mediocre una economía que, por carecer de políticas de desarrollo productivo orientadas a la generación de una oferta exportable de alto valor agregado, queda sometida a los vaivenes en las variaciones de los precios de los bienes básicos en los mercados internacionales. Echarle toda la culpa de la difícil situación económica del país a la caída de los precios del petróleo, es equiparable a la actitud del timonel que abandona su puesto y luego, con las manos en los bolsillos, maldice su suerte y culpa al bloque de hielo por el inminente hundimiento de su nave. La endeblez de nuestro aparato productivo no se debe a un revés de la fortuna.
La mediocridad de nuestra economía es consecuencia de la debilidad del Estado para suministrar bienes públicos y promover -en coordinación con el sector privado- la innovación en sentido amplio: nuevos productos, nuevos servicios, nuevas variedades del mismo producto, nuevos procesos productivos y nuevas estrategias de comercialización. José Antonio Ocampo, actual codirector del Banco de la República, retomó datos de sus colegas Mario Cimoli y Gabriel Porcile para mostrar que, entre 1996 y 2007, el número de patentes acumuladas en Colombia por cada millón de habitantes fue 0,2 mientras que en América Latina fue 0,5 y en las economías maduras (Francia, Italia, Estados Unidos, Japón y Suecia) llegó a 132,6. Adicionalmente, la inversión en actividades de investigación y desarrollo (I+D) representó en Colombia, en el mismo período, 0,18% del PIB mientras que en América Latina la cifra fue 0,40% y en las economías maduras: 2,43%. Lo peor, es que el modelo de financiación de la investigación con base en regalías fracasó y el presupuesto para 2018 destinado a ciencia tecnología e innovación se redujo 41%.
Con este panorama de mediocridad no es de extrañar que el ministro de Hacienda, en lugar de sonrojarse, declare complacido -ante los pronósticos más o menos sombríos sobre el crecimiento de la economía colombiana en 2017- que vamos a crecer al dos por ciento. En términos de crecimiento por habitante este será prácticamente nulo. Presentar fracasos como si fueran logros y dar malas noticias con entusiasmo, no es muestra de optimismo sino de mediocridad.
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