Los paros de Chocó y Buenaventura forman parte de los síntomas más recientes de la interacción entre desigualdades que se traslapan, se refuerzan y hunden sus raíces en las fascinantes aunque difíciles historias de las culturas afrocolombiana e indígena. A fines del siglo XVII, españoles y criollos provenientes de Popayán iniciaron explotaciones auríferas de pequeña escala en la cuenca del río San Juan que corre hacia el sur, mientras aquellos provenientes de Antioquia intensificaron la extracción de oro en la cuenca del río Atrato que corre en dirección opuesta, entre la Serranía del Baudó y la cordillera occidental. Tras la Guerra de Sucesión en España, los británicos adquirieron derechos legales sobre el comercio de esclavos requeridos para la explotación sistemática de la minería, lo que incrementó significativamente la población de origen africano en todo el litoral desde Panamá hasta Ecuador.
No obstante la manumisión de los esclavos en 1852 durante el gobierno de José Hilario López, la dinámica extractiva ha persistido y continúa causando estragos en la actualidad. Además de la minería, participan en ella los monocultivos industriales, las economías ilegales y las redes particularistas de intercambios de favores (puestos, contratos, acceso selectivo a servicios sociales) que se tejen en torno a la precaria estatalidad local. En una entrevista que me concedió en 2010 Adolfo Álvarez, uno de los investigadores del Informe de Desarrollo Humano para el Valle del Cauca -publicado en 2008- denunciaba que en la Agenda de Competitividad del departamento existía un gran proyecto de inversión para Buenaventura por cuatro billones de pesos de la época. Sin embargo, menos del 10 por ciento correspondía a inversiones sociales en la ciudad. En palabras del profesor Álvarez: “Las élites del departamento consideran a Buenaventura un puerto y no una ciudad. Para ellos es un enclave”.
Los ciudadanos del Pacífico son víctimas del trato desigual que da el país a la región y de la forma en la que los clanes políticos locales aprovechan su papel de intermediarios en esa injusta relación. De acuerdo con las cuentas departamentales del DANE, el ingreso por habitante en Chocó en 2015 corresponde apenas al 25,5 por ciento del ingreso por habitante en Bogotá. En 2013 llegaba al 27 por ciento. Además de ser exiguo, el ingreso está cada vez peor distribuido. De acuerdo nuevamente con el DANE, mientras en 2002 el coeficiente de Gini de Chocó era igual a 0,572 (cero es plena igualdad y uno máxima desigualdad), en 2014 aumentó a 0,598. Esa cifra hace de Chocó el departamento con el peor Gini del país. Además, las cifras del DANE para 2016 -basadas en la Gran Encuesta Integrada de Hogares- ubican a Quibdó como la ciudad con el peor Gini (0,536) entre veintitrés capitales del país. Bajo ingreso y mal distribuido se traduce, evidentemente, en profundas y extendidas privaciones que aumentan el atractivo de las opciones ilegales y de la corrupción.
El panorama se complica aún más cuando se tiene en cuenta que la desatención por parte de las entidades nacionales del Estado y la frágil estatalidad local, son aprovechadas por los grupos armados ilegales para exacerbar la extracción de rentas y someter violentamente a la población. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas del conflicto armado, Chocó es el departamento con mayor número de víctimas por cada cien mil habitantes (tasa de victimización). Mientras la tasa de victimización en 2016 a nivel nacional fue ciento cuarenta y uno, en el caso de Chocó esta cifra asciende a dos mil ciento veinticuatro. La cifra chocoana es superior incluso a la más alta tasa nacional de victimización registrada, que corresponde al año 2002, uno de los peores de la guerra. Del número total de víctimas a nivel nacional en el año 2016 (73 mil 790), Chocó aportó el mayor porcentaje (14,5 por ciento), superando incluso a Antioquia (12,5 por ciento).
Los clanes políticos del Pacífico no pueden usar las injusticias que comete el país con la región para lavar sus propias manos. Tampoco pueden aquellos que ven al Pacífico con desdén o codicia, esconder su responsabilidad en esta crisis bajo el tapete de la corrupción local. Una injusticia no se justifica con otra.
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