El reconocido economista Absalón Machado acaba de publicar bajo el sello editorial Debate el libro: “El problema de la tierra, conflicto y desarrollo en Colombia.” Es una obra clave para entender los antecedentes, el contexto y los retos de la reforma rural. Desde la publicación en 1977 de su libro “El café, de la aparcería al capitalismo” hasta la coordinación académica del Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011: Colombia rural: Razones para la esperanza, publicado por Naciones Unidas, el profesor Machado ha sido un referente obligado en el abordaje de los complejos y múltiples problemas del campo colombiano.
El trabajo de Machado se inscribe en la tradición de los estudios sobre la llamada cuestión rural en la que académicos colombianos, con diversos matices ideológicos, han hecho contribuciones comprometidas con el análisis y la búsqueda de alternativas para la superación de los graves problemas que enfrentan, no solo los habitantes de las zonas rurales -incluyendo por supuesto al campesinado- sino el país en su conjunto. No hay que olvidar que los desequilibrios en la economía política tanto de la ciudad como del campo no corresponden a realidades separadas.
Para muchos puede parecer extraño -señala Machado- volver sobre el tema de la tierra cuando la participación de su renta en el ingreso agregado, tiende a perder importancia conforme avanza el proceso de desarrollo económico. Sin embargo, lo que hay que tener en cuenta, aclara, es que no se trata simplemente de la tierra en sí sino del territorio. No es una finca aislada lo que está en juego en los conflictos rurales sino la disputa por el territorio, es decir, por el dominio de la población y de los recursos económicos, políticos, ambientales y estratégicos circunscritos al mismo.
Ahora bien, la cuestión rural -incluido el problema de la tierra- sigue vigente precisamente porque Colombia no completó el proceso de cambio sectorial previsto, desde hace más de medio siglo, por los teóricos del desarrollo económico. Es cierto que la participación del sector agropecuario en la economía colombiana ha venido disminuyendo (hoy corresponde apenas a 6,19 por ciento del PIB), pero ello no ha tenido como contrapartida la expansión del sector industrial y de los servicios modernos. La participación de la industria en el PIB alcanzó su punto más alto en 1973 (23 por ciento) y hoy solo llega a 11 por ciento. La elevada tasa de informalidad -que se resiste a caer significativamente por debajo del 50 por ciento- es evidencia de que no hicimos el tránsito hacia una economía de servicios modernos (aparte de algunas ínsulas de sofisticación tecnológica que la globalización contemporánea instala en los países menos desarrollados). En perspectiva histórica, lo que experimentamos fue un proceso de migración hacia la informalidad urbana y de colonización de áreas rurales alejadas, de baja densidad poblacional, sin Estado y sin mercado.
El trabajo de Absalón Machado recalca el problema de la concentración improductiva de la tierra en medio de estructuras agrarias regionales complejas y diversas, que no son adecuadamente captadas por la tradicional dicotomía latifundio/minifundio. Este tema lo explora bien en su libro “Multimodalidad y diversidad en el campo colombiano. Aportes a la paz territorial” publicado este año por el Cinep. Sin embargo, hay que tener en cuenta que según el censo rural -de 2 millones 370 mil 99 Unidades Productivas Agropecuarias (UPA) identificadas, 70,4 por ciento tienen menos de cinco hectáreas y ocupan apenas dos por ciento del área rural dispersa. En el otro extremo, tenemos que 0,2 por ciento de las UPA (no todas ellas realmente productivas), tienen 1.000 hectáreas o más y ocupan 73,8 por ciento del área rural dispersa censada. En el primer caso, la mano de obra se enfrenta a la escasez de tierra y capital. En el segundo caso, la relación tierra/empleo y capital/empleo es muy elevada. Ambas situaciones expulsan gente y la empobrecen.
Es desafortunado que lo acordado en La Habana no incluya con contundencia una reforma del predial rural. La tarifa efectiva promedio apenas llega a dos por mil del avalúo catastral. Hay que gravar la tierra para llevar a cabo lo que Hernán Echavarría Olózaga llamó -apelando a una expresión de Keynes- la “eutanasia del rentista.”
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