Se llega por una carretera zigzagueante que desde el sitio conocido como Cañaveral conduce hasta el puente sobre el río La Miel. Ahí se inicia el ascenso que lleva hasta las primeras calles del pueblo. Es una vía en proceso de pavimentación, que ondula sobre el verde de las montañas, bordeando en algunos trechos el caudaloso río que corre, abajo, por entre hondonadas rocosas. Árboles de todas las especies se levantan sobre las lomas que el viajero observa como adheridos a la tierra, agarrados con sus raíces como para no caerse. Hacia abajo, el paisaje es pródigo en bellezas naturales. El sonido del agua que corre apacible buscando el río Magdalena les hace eco a los pájaros que cantan desde los árboles su tonada mañanera. Cascadas de agua cristalina, que nacen montaña arriba, caen musicales sobre la vía.
Después de recorrer 27 kilómetros de una vía que en algunas curvas hace pensar en la posibilidad de un choque, se llega a la plaza principal por una calle que, en donde se inicia, es una corta avenida con separador central. El parque, inmenso, tiene pequeños puentes de estilo romántico que pasan por encima de estanques cuyas aguas hacen parte de una fuente luminosa que se enciende en las noches. Una iglesia de arquitectura sencilla adorna con sus torres simétricas su entorno. Cinco hermosas araucarias hacen compañía a varios pinos gigantes que se levantan majestuosos en el centro. Alrededor las calles son amplias. Y sobre los andenes los dueños de bares ponen mesas y sillas para que la gente admire la neblina que en las tardes cubre al pueblo.
Aunque fue fundado como corregimiento en 1884 con el nombre de San Agustín, desde el siglo XVI las tierras de este municipio que es catalogado el segundo más extenso de Colombia eran habitadas por tribus aborígenes. En la época de la conquista sus terrenos fueron ocupados por los indios Pantágoras, una tribu de origen caribe que también fue conocida como Los Palenques. Estas formaron pequeñas comunidades indígenas que recibieron los nombres de Samanáes, Amaníes y Marquetones. Fue erigido como municipio mediante el decreto 116, firmado por el general Rafael Reyes como presidente de Colombia, reglamentario de la Ley 5 de 1908, con el mismo nombre de San Agustín. En 1930 empezó a llevar el nombre de Samaná como homenaje a la tribu de los Samanáes.
La colonización antioqueña dejó en esta población el legado de su cultura. Las ondas migratorias que se registraron en el norte de Caldas a principios del siglo XVIII se extendieron hacia lo que es hoy el oriente del departamento. Aprovechando que en 1807 los hermanos Luis María, Juan Esteban y Baltazar Ramos, oriundos de Sonsón, recibieron de la corona española la concesión de estas tierras, también llegaron personas de este municipio. Sus primeros habitantes fueron, entonces, descendientes de antioqueños. Hasta 1908 Samaná fue corregimiento de Pensilvania. Las costumbres de sus habitantes, su arraigada fe católica y su amor por el trabajo fueron herencia de una raza que descuajó montañas para fundar pueblos.
La economía de este municipio de clima templado que cada sábado, desde las primeras horas de la mañana, se ve engalanado por la frescura de los rostros de las mujeres campesinas que llegan hasta el parque en vehículos tipo escalera, se mueve además por la producción cafetera. 4.633 hectáreas son cultivadas con este producto que genera recursos para el sostenimiento de cientos de familias campesinas que, además, cultivan en sus parcelas productos de pan coger como fríjol, maíz, trigo y plátano. Samaná es uno de los municipios colombianos con mayor riqueza hídrica. Y, además, el más grande de Caldas. Con una extensión de 97.581 hectáreas, tiene cuatro corregimientos: Florencia, San Diego, Berlín y Encimadas.
¿Por qué razón este artículo se titula Feliz regreso a Samaná? Es fácil explicarlo. A mediados del año 2000 tuve la oportunidad de conocer este municipio de Caldas. Llegué, contratado por la alcaldía, con el propósito de investigar su historia para escribir un libro. Un año después, este se publicó con el título “Samaná en la historia”. Pero no pude regresar. Haber publicado en este diario el artículo “Los olvidados de siempre”, denunciando la presencia de paramilitares, fue motivo para que el grupo de Ramón Isaza me declarara objetivo militar. Solo ahora, 18 años después, pude hacerlo. Viajé con la Universidad de Caldas como ponente de la Cátedra de Historia Regional. Fue, para mí, un regreso feliz. Leí un ensayo sobre cómo la violencia marcó la historia de este municipio.
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