Una manera de complicarles la vida a las comunidades, y justificar buena parte de los costos de la burocracia y de los cuerpos legislativos, es la normatividad excesiva y el legalismo, que con las reglamentaciones y el papeleo convierten la administración pública en una carrera de obstáculos; o en una vía con reductores de velocidad (“policías acostados”) continuos, que paralizan.
Esa es una manía de culturas como la latina, caracterizada por las constituciones extensas y puntillosas; por la formación de profesionales especialistas en defender a los ciudadanos de los enredos legales, merced a interpretaciones variopintas, que triunfan por la habilidad para proponerlas, o por la desidia del juez, más que por la razón; y por la tendencia a resolver asuntos urgentes con soluciones a mediano o largo plazo, al ritmo de la ineficiencia de quienes deben hacerlas efectivas. Esa es una constante de la administración pública, en todo lo que cubre. Los únicos que funcionan con inusitada rapidez son los procedimientos “chuecos”.
Cuando se habla de “cultura latina” se alude a la que se formó en los territorios influenciados por la filosofía griega y por la interpretación y aplicación de ésta por los romanos, hábiles políticos, que trascendió a Latinoamérica. Para muestra el idioma español, que tiene acentos sobreesdrújulos, esdrújulos, graves y agudos, mientras que las lenguas anglosajonas y germanas, además de que carecen las palabras de infinidad de sinónimos, son esdrújulas o graves (si solo tienen dos sílabas) únicamente, lo que supone prescindir de las tildes, que para los hispanos son un verdadero campo minado.
Por extensión, esa forma de ser los latinos, rebuscados y confusos, alcanza a las artes, especialmente a la literatura, que algunas “escuelas” han dado en someter a una normatividad que hay que cumplir, so pena de que el autor sea lapidado; y si es un estudiante pierda el año. De acuerdo con esto, la idea de un escrito cualquiera pasa a un segundo plano, la belleza es aleatoria y el discurso puede ser descalificado, si no cumple con unas formas que tienen nombre propio (el señor Icontec) y se refieren a márgenes (arriba, abajo y a los lados), extensión máxima o mínima, secuencia del desarrollo del tema y terminología determinada. Las novelas, por ejemplo, al pasar por el tamiz de los editores pueden terminar en algo muy distinto a lo que pensó el autor, como cambiar el destino de los protagonistas, alterar la trama y poner patas arriba el desenlace. Algo así como terminar el villano ejerciendo en un consulado y la víctima sometida a un largo proceso, sin que le den siquiera el beneficio de la “mujer por cárcel”. Tal vez lo más acertado es lo que decía Jorge Luis Borges al respecto: “La única condición que debe tener una novela es que entretenga al lector”. Y “ese tío se las traía”, como dicen en Andalucía.
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