Una realidad: ¡Se murió Alejandro Cacatúa Piojoso! La primera reacción del parroquiano amigo es afirmar: ¡Pobrecito! La compasión hace que casi invariablemente la muerte borre todas las diferencias. Lo bueno del difunto sigue teniendo la misma o más elevada cualificación, y lo malo por arte de la muerte se transforma en indulgencia.
La indiscreta pregunta: ¿De qué se murió? sobreviene, a veces, irrespetuosamente, en medio del dolor de los deudos. Cada respuesta aviva el vacío de quien ha sufrido la pérdida. La curiosidad se complementa con: ¿Por qué se murió? En donde la verdad no siempre está al alcance de la familia, los médicos o la sociedad.
La muerte es el hecho más trascendental de un ser vivo. El análisis de la vida del muerto no le competerá en lo terrenal. De ello se encargarán otros.
Y aparecen los diagnósticos de los velorios, cada día menos frecuentes, donde familiares, amigos y hasta conocidos expresan sus teorías sobre las causas de la muerte, algunas de ellas inverosímiles, acordes al grado de conocimiento del fallecido, para terminar con una sentencia poco humanitaria: ¡No hacía caso!
La historia de la medicina relata que la autopsia, el estudio del cadáver, se inició desde antes de la era cristiana y el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico II, en 1240 promulgó normas que la autorizaban.
A tres importantes investigadores de la medicina se les debe el desarrollo inicial de la autopsia: Giovanni Morgagni, Carl von Rokitansky y Rudolf Virchow, quienes en distintas épocas hicieron sus diferentes contribuciones aún válidas, aunque con altibajos debido a que las culturas existentes no siempre han aceptado este procedimiento. Sin embargo, se hizo frecuente en las seis primeras décadas del siglo XX.
Muchos de los grandes avances de la medicina se han debido a los estudios realizados luego de la muerte. De ello se han beneficiado los seres humanos, utilidad que se extenderá a quienes vivan. En los días contemporáneos, las sociedades consideran este estudio bajo diferentes premisas.
En términos generales existen al menos dos clases de autopsias: las forenses y las clínicas, las cuales pueden ser a su vez totales o parciales, según el interés, la oportunidad, la posibilidad científica, la necesidad legal y la disponibilidad técnica para el análisis.
Hoy la sola autopsia clínica tradicional no es suficiente para evidenciar, más allá de la duda razonable, la causa de la muerte en la que debieran estar interesados, la ciencia médica, los familiares y la sociedad, mucho más cuando la cremación del cadáver se ha ido imponiendo, respetando las creencias religiosas.
Sin embargo, la realidad es otra. No justo ni científico que ante la necesidad de una autopsia clínica se tenga que recurrir al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Lamentablemente se judicializa el caso, etiquetándolo por ley como homicidio para proceder al estudio solicitado.
La autopsia viene en absoluto declive, hasta casi cero, en entidades de elevado nivel de complejidad de atención en salud, desde las décadas setenta y ochenta del siglo anterior, lo que ha coincidido con el tremendo desarrollo de la tecnología diagnóstica y terapéutica. Han sido responsables las escuelas de Medicina, las instituciones y la sociedad.
Indudablemente el carácter punitivo de los estudios no debe regresar. Hay que recordar que la medicina se ejerce con diligencia, pericia y prudencia, siendo en general, una actividad de medios y no de resultados.
Los especialistas en Anatomía Patológica son quienes realizan estudios macro y microscópicos del cadáver, con la intención de evidenciar perfectamente una o varias causas, ligadas o independientes, de la muerte de un ser humano. Un médico general, debe estar capacitado para realizar algunos procesos.
Hay que recuperar, utilizándola, una máxima que indica que el cadáver es un libro abierto. Tratado siempre con respeto, el cuerpo es indispensable en la formación de los médicos, aún con toda la tecnología disponible que ayuda a obtener mejores informes para el presente y futuro de la especie.
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