Cierta vez dos hermanos decidieron partir por mitad la tierra que habían heredado de sus padres. Cada uno cultivó su parcela, construyó su casa y tuvo su propia familia. Un día, sin embargo, ocurrió un terremoto que dejó seriamente afectada la casa del hermano menor. Ante el peligro de que la estructura se le viniera encima, rápidamente evacuó a su familia y le pidió refugio a su hermano mayor que tenía su casa a unos pocos metros de la de él. No obstante, su pariente le dijo que no había más camas y que la comida apenas si le alcanzaba. El hermano menor le respondió que, mientras reconstruía su hogar, podía ayudarle a cultivar la tierra y así obtener su propia comida. Ante la negativa de su hermano decidió regresar a la casa. Esa noche la estructura se vino encima y mató al hermano menor y a su familia.
Puede que esta historia no nos sea desconocida y seamos nosotros, los colombianos, quienes estemos representando el papel del hermano mayor, mientras nuestros hermanos latinoamericanos representan el del menor. Ahora mismo huyen de países que se vienen abajo y destruyen sus vidas mientras algunos de nuestros compatriotas insisten en cerrar las puertas de Colombia. Ojalá fuera solo una metáfora, pero no, muchos literalmente han perdido su vida.
El gobierno tiene cifras de 870 mil venezolanos en Colombia. Según un funcionario de migración con el que hablé, en Manizales tienen censados a unos mil, pero con sinceridad me reconoció que esas cifras están muy por debajo de la realidad la cual puede estar por el doble de los datos oficiales. Pero la tragedia no es solo que deban huir de sus países, sino las condiciones en que deben hacerlo: con cansancio físico por las extensas caminatas, con enfermedades, con hambre y, aunque pocos presten atención a esto, con graves secuelas psicológicas al tener que interrumpir abruptamente sus vidas y no ver claro un futuro para ellos o sus hijos.
Algunas personas sostienen que no se debería ayudar a los migrantes mientras haya nacionales en situaciones iguales o peores de pobreza. ¿Intentan decir que solo cuando solucionemos todos nuestros problemas podríamos ayudarlos?, ¿y cuándo va a ser eso?, ¿en un año, en cinco, en veinte? Es posible que esa tarea nos tome siglos, por eso la prioridad deben ser los seres humanos que necesitan ayuda, y en ese sentido no hay diferencias entre colombianos y migrantes venezolanos o nicaragüenses.
Además, no se trata de quitarles a los colombianos para darles a los migrantes. En realidad, ellos mismos pueden procurarse su sustento si se les permite trabajar como cualquier colombiano. Algunos, gracias a las regulaciones temporales de su estatus migratorio, ya lo hacen contribuyendo así a la economía colombiana. A diferencia de quienes piensan que le hacen competencia a los colombianos, a mí me resulta admirable que compitan a pesar de sus claras desventajas: ¡están empezando de cero!
Cambiemos el trágico cuento con el que empezó esta columna. Démosle sentido a esas puertas abiertas del escudo de Manizales. Es preferible apretujarnos un poco antes que ver morir a nuestros hermanos allá en sus casas ahora que se vienen abajo. Permitamos que ellos mismos cultiven su comida y ayudémosles a reconstruir sus casas para que algún día puedan volver al lugar donde nacieron y crecieron.
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