Donald Trump no es el típico presidente americano. Su marca se basa en romper todos los tabúes y lo ”políticamente correcto”. Se ha empeñado en deshacer los últimos ocho años de presidencia demócrata tanto en el plano interno como en el externo. La inconsistencia y la incoherencia son paradójicamente las únicas constantes de sus dos primeros años de mandato presidencial (se le felicita por supuestamente contribuir a la desnuclearización de la península coreana, aunque en realidad no se haya pactado nada claro en el encuentro con el líder supremo norcoreano, pero a la vez se retira del tratado sobre el programa nuclear iraní).
Esta actitud se ve particularmente reflejada en el caso de las diversas investigaciones que cursan actualmente en su contra en Estados Unidos. La más importante de ellas, dirigida por el fiscal especial y exdirector del FBI Robert Mueller, ha sido encargada de investigar cualquier intervención rusa en las elecciones presidenciales del 2016, en particular cualquier ayuda para la campaña del actual presidente. Para este fin han utilizado una técnica clásica de las labores anti-mafia, centrarse en los niveles más bajos de la organización para que estos revelen la información más valiosa sobre sus superiores. De esta manera ya han tenido sus primeros éxitos, llevando a juicio varios de los principales asesores del presidente Trump, y hasta a su abogado por haber pagado la no despreciable suma de 150.000 dólares a la exactriz porno Stormy Daniels para un Acuerdo de confidencialidad que le prohibía hablar de sus relaciones con el primer mandatario.
Pero en toda la locura de la investigación, que el presidente ha tratado activamente de obstaculizar, llegando a dimitir al director del FBI James Comey y a proferir amenazas apenas escondidas a varios miembros de la justicia americana, lo más grave para la institucionalidad del país han sido las afirmaciones de Trump de que la potestad de perdón presidencial conferida en el artículo segundo de la constitución americana (que por cierto ha utilizado con exageración últimamente, tanto que sugirió el perdón a Muhammad Alí para una pena que fue retirada hace 40 años), podría aplicarse a él mismo. Esta cuestión que solía ser un simple “caso de escuela” hasta ahora considerado como de imposible aplicación, ha llevado a un intenso debate entre los legisladores americanos, puesto que el único límite constitucional a esta medida es un caso de impeachment.
Aunque esta hipótesis muy seguramente nunca sea aplicada, el único consenso académico es que tal medida, sería una causa cuasi-automática de impeachment por el Congreso. Solo el hecho de levantar su posibilidad es de una increíble irresponsabilidad. Esto nos muestra a qué punto ha llegado la locura de poder de Trump, que solo es reforzada por su mayoría republicana en el Congreso, esa que le permite actuar a su antojo, sin ningún tipo de oposición, hasta quebrantar las bases mismas de la Constitución, que establece claramente que nadie está por encima de las leyes.
Aunque en Colombia no exista un equivalente equiparable al perdón presidencial americano, esto debe ser una advertencia de lo que puede llegar a hacer un gobierno con posiciones extremas y sin oposición real en el Congreso, con abiertas pretensiones de reformas constitucionales en la estructura del poder.
En tales casos es una responsabilidad del pueblo, que solo puede contar consigo mismo, la de continuar expresando su voz, por medio de movilizaciones pacíficas frente a todos los intentos de debilitar la institucionalidad. Sin esto, pronto tendremos una sola corte, al corte de nuestro nuevo presidente y los que lo manejan o secundan.
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