El IPC, Índice de Percepción de Corrupción de la agencia para la Transparencia Internacional, en su informe de 2013 muestra cifras con las que establecen que la corrupción, en medio de la cual vivimos, ha continuado elevándose sin que se demuestre hasta ahora, algún hecho real, concreto y contundente para frenarla. Y no se hacen esfuerzos efectivos, porque la corrupción es una epidemia social que hizo metástasis en todos los estamentos de nuestra Nación, esa que le produce al corrupto, sujeto activo del acto de corrupción, jugosos dividendos. Pero no vemos que pase algo.
Como si la corrupción fuera cosa baladí de la cual no tendríamos que preocuparnos, esa por la que no tendríamos que sentir vergüenza, la misma que nos ha llevado inexorablemente a convertirnos en un Estado fallido, con una sociedad permisiva y alcahueta. Pero es como si no importara que se le pusiera freno.
La política, y con ella los políticos, y con ellos los burócratas que los acompañan, han hecho de la corrupción una modalidad de “trabajo”, con la que se apoderan de recursos del Estado, recursos que este a su vez recibe de los ciudadanos, lo que quiere decir, que los corruptos roban el dinero de la gente que trabaja honestamente, esa que cumple con los principios de legalidad en Colombia. Sabemos eso, pero no hay freno, no se evidencia una cultura determinada a hacerle frente, sin importar el rango del corrupto al que se le aplique la ley. Porque la ley está escrita, pero es letra muerta, olvidada en los anaqueles de los desmemoriados, de los indiferentes o de los alcahuetas. Pero no nos indignamos.
La corrupción es la práctica del abuso del poder para que los que lo ostentan, esos sujetos (y sujetas, dijo el des-Chaves-tado Maduro), la mayoría de las veces sin mérito alguno, puedan obtener beneficios económicos ilegales y deshonestos, quedando en la impunidad. Pero sabiéndolo, permanecemos indiferentes.
Esa corrupción que parece hace parte de deformadas prácticas del comportamiento humano, la utilizan los políticos y sus segundos, pero también los particulares que con ella obtienen beneficios, abusando los primeros, la policlase, de manera cínica de ese poder al que se hicieron, deformando las funciones para las que fueron nombrados o elegidos, utilizando para ejecutarlas impunemente medios a los cuales es difícil seguirles el rastro. Los corruptos son cada vez más preparados técnicamente, aunque carezcan de principios éticos y morales.
Todo este andamiaje de corrupción, edificado con el único fin de obtener un beneficio económico, o de cualquier otra especie, pero que los enriquece detodas maneras, como bien lo determinan tratados enteros, dedicados al enriquecimiento ilícito, sus formas, sus consecuencias y por supuesto las sanciones que le son propias. Pero nadie decide combatirla de verdad y sin miedo.
“La corrupción es considerada tanto un fenómeno social como un resultado económico; un fenómeno social, por cuanto la misma solamente se manifiesta en la interacción del ser humano con sus semejantes. Se trata de un resultado económico en tanto motivado por la expectativa de beneficios de dos o más particulares de los cuales al menos uno es un funcionario público.” (A. P. Zuleta).
El caso Odebrecht es gravísimo, pero es solo una mínima parte de los múltiples con nombres diferentes con los que a diario se roban el dinero de los contribuyentes, sin que existan penas duras para los corruptos, que les quiten la libertad y los obliguen a devolver lo robado, haciéndoles extinciones de dominio y seguimiento a las empresas fachadas, a sus familiares y amigos, artimañas con las cuales consiguen guardar los jugosos dividendos de la corrupción. Pero aquí los “dragacoles” se vuelven ministros y dictan cátedra de honestidad y salen impunes, sin la menor sanción.
Seguiremos explorando el iceberg de la corrupción, para conocerlo en su real magnitud. No podemos permitir que se derrita, sin que se haga justicia y falte castigo.
“No hay que llevar a los hombres por las vías extremas; hay que valerse de los medios que nos da la naturaleza para conducirlos. Si examinamos la causa de todos los relajamientos, veremos que proceden siempre de la impunidad, no de la moderación en los castigos. Secundemos a la naturaleza, que para algo les ha dado a los hombres la vergüenza:...” Montesquieu.
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