Estamos en una encrucijada de civilizaciones; un caudal de culturas nace y se impone y manda al cuarto de los recuerdos lo vivido; a esto se añade que todo se hace con rapidez y en huida a todo dolor, sufrimiento o acercamiento al fracaso o pérdida.
Por eso muchos se sienten ante un dilema como quien está al mismo tiempo frente a una sala de velación o una de maternidad ¿morimos o nacemos, termina el mundo o nace uno nuevo?; los interrogantes surgen y las respuestas llevan a la duda, al miedo, a la inseguridad.
Aquí está la realidad como desafío y potencialidad para lo cual se requiere reflexión, visión y toma de caminos; para todo ello viene la celebración de la Navidad como respuesta e invitación a seguir la existencia con vigor, alegría y atención.
Para un creyente en Jesús de Nazareth la realidad no es solo un conjunto de estadísticas y números a veces alarmantes, no es algo estático, no es una situación que nos tiene aplastados o desanimados, no es un destino ineludible sino que es la materia prima de una obra que podemos generar, hacer crecer; no es un término o punto de llegada sino un punto de partida hacia lo mejor; el Señor dice que es invitación a ser perfectos, a ser santos y felices.
Los cristianos tenemos en la fe la clave que interpreta esta situación; nos sentimos como el comandante de una nave espacial que sabe disponer de instrumentos y medios hacia un mundo nuevo pero conscientes de posibilidades y riesgos; es el signo misionero, tenemos una misión, la de indicar a todos que somos hijos de un mismo Padre común, somos por consiguiente hermanos que nos amamos y somos responsables de crear una historia con sello feliz.
La cuna de Belén es el indicativo del comienzo de lo nuevo, de la respuesta de Dios al clamor de Isaías “ojalá rasgases el cielo y bajases”, de la carne engalanada por la Encarnación, del anuncio dado a todos: “un Salvador nos ha sido dado”.
Navidad es tiempo de paz, de sosegar el ánimo y revitalizar la existencia con la fe, la esperanza y el amor; el pesebre es signo de la semilla que nace para la posibilidad de crear la vida nueva desde la pobreza y la sonrisa inofensiva de un Niño, de vivir desde Nazareth el abrazo irrompible del amor familiar, de hacer del trabajo canto de contribución a un mundo nuevo.
El árbol con su verdor nos indica la esperanza de la llegada de la novedad, de un mundo y vida mejores y sus adornos nos hablan de los frutos multicolores de las buenas obras que deben adornar nuestras vidas.
Los obsequios en Navidad no se miden por el costo sino por el lenguaje interno hecho exterioridad; como el Padre nos ha regalado a Jesús, yo con un obsequio hago presencia de mi afecto, cariño, fraternidad y solidaridad.
En Navidad somos misioneros de vida nueva, mensajeros de gozo limpio, nos cubrimos del gozo popular del villancico y la novena y nos contagiamos del abrazo del Dios Niño.
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