Un libro puede convertirse en personaje o transcurso que nos lleva por sitios inesperados y absurdos. Tal es la historia trágica de Madame Bovary, El Rojo y el Negro y La Cartuja de Parma, que compré en una librería de Estocolmo. Los comencé a leer en el restaurante donde trabajaba lavando platos, ayudado de mangueras y con la colaboración de dos rubicundas jóvenes polacas que renegaban de Gierek y se untaban botes enteros de perfumes franceses.
Me sentaba con mi sucio delantal blanco, salpicado de porquerías y sacaba de mi maletín El Rojo y el Negro y La Cartuja de Parma, que fueron entonces mi única salvación contra el aburrimiento. Mis compañeros turcos, una pareja mayor que me trataba como a un hijo desafortunado, pero querido, y un joven y occidentalizado yugoslavo que trabajaba todos los veranos en Suecia, el infierno capitalista, para ayudar a los suyos en el paraíso socialista, se impresionaban al verme sentado allí leyendo libros o junto a la máquina de lavar platos, apoyado contra barrotes plateados, sosteniendo con una mano el volumen y con la otra la manguera que disparaba un chorro implacable sobre los platos. No tardaron en llamarme la atención. Por desgracia para ellos, había devorado los dos volúmenes y estaba pronto a partir, de modo que sus designios se vieron frustrados.
Viajé después a París con el volumen Garnier de Madame Bovary, dispuesto a devorarlo. Fue una deliciosa semana de insomnios, uno de esos lapsos de la vida acariciado por una lectura inolvidable. Lo leí en los cafés del barrio árabe de Belville al calor de unas cervezas y escuchando al fondo la música de las rockolas, dejándome obnubilar por las luces coloridas que despedía la pantalla por donde pasaban danzas árabes de sensuales mujeres de Kabylia o Tozeur.
Poseído por la historia, manejado por ella, marqué muchos puntos, admiraciones y dejé subrayados especiales sobre el satinado papel de aquella querida edición. La escena en que entregan una condecoración a una anciana abnegada, la capa de Rodolfo, los papeles rotos botados desde la carroza en la que se entregaron Emma y León, y el paseo con Rodolfo por los dulces prados de la región, la operación fracasada del torcido, animada por Homais y tantas otras historias con el libro, que una vez terminado, una noche de luces, poblada de árabes y de mercachifles, sacados de una escena de Salambó, reposó sobre la estantería hasta un día terrible.
Fue cuando tuve que venderlo para comer. Había llegado un instante imposible. La imperiosa necesidad de venderlos era certera como una cimitarra árabe. Aquellos libros que poblaron años y meses y cuya letra me era familiar y querida como ninguna otra, habían soportado los embates durante meses, pero ahora era imposible alejarlos de las vicisitudes diarias de su dueño, el escribiente.
No olvidaré el día en que los escogí porque eran los vendibles. Lo único que me quedaba eran esas ediciones, casi de bolsillo, por las que los mercachifles de Gibert daban algunos devaluados francos de entonces. Subí por el Boulevard Saint Michel con ellos en una bolsa de supermercado, entré por la planta baja, tomé el ascensor y subí hasta el último piso.
Había dos evaluadores: un monumental y flácido albino de apariencia normanda y una solterona enjuta de labios morados, cuya mirada de hidra frustrada caía sobre los libros con la rapidez más pavorosa. Su calificación era inapelable, como mi destino. Sabía rechazar de un solo vistazo, sin admitir reclamos u ofrecer precios irrisorios por buenas ediciones, a veces nuevas. Los asiduos clientes del último piso pertenecíamos a una cofradía muy noble, aunque masticásemos nuestro orgulloso infortunio con los almíbares del genio incomprendido. Hacíamos la cola escondiéndonos de nuestras miradas, escrutando en nuestra indiferencia impostada las afugias del otro y lamentábamos solidariamente, cuando un opaco poeta de los suburbios, escuálido como un gozque callejero, debía irse con su bolsa repleta de libros despreciados, imaginándose triste su suerte futura o tramando secretas acciones para golpear el destino infame con la espalda de una gloria aplazada.
Por la edición de Madame Bovary, en buen estado, empastada, me dieron ocho francos, lo que era una fortuna. Por La Cartuja de Parma y el Rojo y el Negro, de Stendhal, ocho y cinco, en total trece. Con los 21 francos de la exitosa y rápida transacción pude comer un couscous y tomar una cerveza, en un restaurante Kabyl lleno de moscos, y con el excedente compré unos billetes de metro, aunque justo es reconocerlo, no era difícil colarse gratis evadiendo la vigilancia, bajo las aspas metálicas de la registradora.
No sé qué destino tomaron aquellos tres preciosos libros que tanto quería y que traicioné vilmente en uno de esos momentos inescrutables de la vida en que los principios estéticos son dominados por los jugos gástricos y las contracciones peristálticas. Quisiera saber quién tuvo la fortuna de comprarlos por el triple del precio y quién los degustó y dónde.
Después los busqué en las estanterías de la librería con la intención de rescatarlos, porque ya era rico de nuevo y me sentía personaje de una historia bíblica.
Así como aquellas doncellas que en el secreto de su desdicha deciden abandonar a los frutos de su lujuria, en arcas, al azar de los ríos y mares, yo dejé los míos al azar de un transcurrir insospechado. Ahora, varios años después, no pierdo la esperanza de rescatarlos y colocarlos en el altar que merecen, con los cuidados y mimos más frugales y limpios.
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