Hace ya cuatro años nos dejó Álvaro Mutis (1923-2013) y su obra sigue viva en los lectores, muchos de ellos europeos, que la consideran excéntrica pues siguió caminos distintos a los de sus contemporáneos latinoamericanos, en particular las estrellas de antes y después del boom que brillaron como muestras del exotismo telúrico. Por lo regular casi todos los grandes escritores del siglo XX estuvieron comprometidos con causas políticas, por lo que fueron ministros y a veces llegaron o quisieron llegar a la presidencia de sus países, como José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Pablo Neruda o Mario Vargas Llosa, entre otros. Los que no hacían campaña estaban relacionados con el poder y fueron embajadores en las capitales más codiciadas, como Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y Octavio Paz.
Mutis siguió otros caminos y su compromiso fue con épocas idas y con una vida agitada que lo mantuvo siempre conectado a tierra. Muy temprano, a los diez años, el mundo al que estaba destinado se derrumbó con la muerte prematura de su padre Santiago, que había sido secretario privado de dos presidentes y era diplomático en Bruselas. En esos primeros años estudió en escuelas donde se formaba la élite aristocrática latinoamericana y viajó por las viejas capitales y paisajes europeos que lo marcaron para siempre y lo ataron al sueño infantil de los mundos milenarios.
Puede uno imaginar que su padre algún día habría regresado a Bogotá, donde lo esperaban altos destinos como ministro o alto funcionario en los paquidérmicos gobiernos colombianos y entonces el adolescente hubiese vivido una existencia cerrada en esas élites capitalinas que le eran familiares en la infancia. Pero no fue así y su camino bifurcó hacia el lado de los Jaramillo, que era su segundo apellido. Su madre, que era de gran carácter y simpatía, según cuentan las leyendas, supo entonces que todo aquel mundo de diplomáticos había terminado y se llevó al niño a las tierras cafeteras del Tolima y de Caldas, en las cordilleras del centro del país, donde se nutrió su imaginario al lado de los familiares maternos.
Su madre lo dejaba al cuidado de sus tías Jaramillo en Manizales, y allí conectó con los tíos de luengas barbas cuyas fotografías color sepia guardaba con esmero y mostraba a sus amigos, cuando lo visitaban en su casa de San Jerónimo, en la Ciudad de México. Otras temporadas de la adolescencia las pasó en la finca de Coello, de donde extrajo sus temas principales: la lluvia sobre los cafetales o los techos de zinc, la creciente de las quebradas y los ríos que se despeñaban por las montañas para desembocar en el Magdalena y el Cauca. En esos ámbitos tuvo sus primeros encuentros amorosos y descubrió los misterios de la enfermedad y el ineluctable camino hacia la muerte que marca toda su obra desde la primera palabra hasta la última. Allí conoció los socavones de las viejas minas, el ajetreo de los pueblos de tierra caliente, el calor y la generosidad de las mujeres indómitas del campo o los pueblos, que como Flor Estévez son recurrentes en sus ficciones.
Quiso el destino que Mutis no terminara el bachillerato, se casara y tuviera hijos muy joven y emprendiera una vida de trabajo en esa Bogotá de los años 40, donde fue locutor o funcionario de empresas aéreas y petroleras que lo llevaban a todos los rincones del país. En esos cafés literarios de aquella lejana Bogotá se cruzó con figuras que marcaron su destino y protegieron su inicial trabajo poético de la tradicional retórica del modernismo rezagado reinante en la poesía colombiana. Un encuentro crucial para Mutis fue el que tuvo con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, primer dadaísta latinoamericano, quien era embajador en Bogotá y sin duda le abrió otras ventanas necesarias al joven poeta.
Más de medio siglo pasaría Mutis en la Ciudad de México, donde trabajó en agencias de publicidad y más tarde en Columbia Pictures, en la que se jubiló cuando emprendía su tardía obra narrativa, ya esbozada en La mansión de Araucaíma y seguida con la serie novelística de Empresas y Tribulaciones de Maqroll El Gaviero, que lo catapultó hacia la obtención del Premio Cervantes.
De esa obra narrativa cabe destacar la fuerte presencia de las mujeres, cómplices y pilares básicos de Maqroll el Gaviero en sus aventuras por cordilleras, ríos, mares y mundo. La primera de ellas Flor Estévez, dueña de la tienda La nieve del almirante, a la que siempre evoca con nostalgia y amor, y luego toda una serie de rebeldes y libres amigas o amantes locas o sabias como la Ilona de Ilona llega con la lluvia, la ciega Empera, propietaria del hotel de paso donde se hospeda El Gaviero en Un bel morir, la joven Amparomaría, que le hace sentir el amor desatado en el crepúsculo, y otras más, como las hermanas Vacaresco o Antonia. Con estas mujeres de carácter y otras muchas aventuras sexuales efímeras, el personaje de la saga hace el amor como si estuviera construyendo siempre un castillo de naipes. Con ellas enfrenta la enfermedad, el fracaso, la amistad y la muerte, que son asuntos esenciales de su vida en la neblina del tiempo.
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