Charles Aznavour (1924-2018) duró tanto tiempo y se disponía a realizar con toda lucidez y energía una nueva gira, por lo que a muchos les parecía casi inmortal. Todas las generaciones vivas de este planeta oyeron hablar alguna vez de él o escucharon algunas de sus melodías, que también se reproducían sin cesar en otras lenguas en voces tan extraordinarias como las de Frank Sinatra.
Como los personajes bíblicos vivió todas las épocas y tragedias que marcaron al mundo contemporáneo durante todo un siglo: la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto judío, la Guerra Fría y las guerras interminables en el Este y el Medio Oriente que obligaron a su familia a emigrar a Francia después del genocidio de Armenia cometido por los turcos. Fue un representante emblemático del éxodo masivo, de los que sobreviven a la pobreza, la xenofobia, los nacionalismos y la persecución a los migrantes y a las minorías.
No solo fue un gran artista, compositor, cantante, actor, saltimbanqui, sino que tenía muchas aristas, como el compromiso con su tierra de origen y a su vez la representatividad del sistema republicano francés, donde lo que importa no es la raza, el color o el origen sino la pertenencia a unos valores de tolerancia e igualdad y donde los hijos del país tienen acceso por igual a la educación gratuita y a las oportunidades para que expresen sus vocaciones sin límites.
El padre de Aznavour llegó huyendo con su familia a París, donde Charles nació. Montó varios negocios familiares que fracasaron en medio de los conflictos y las crisis financieras provocados por las guerras, obligando a la familia a todo tipo de actividades menores como vender periódicos o coser, tareas en las que el muchacho se aplicó con generosidad aunque ya desde niño tenía alma de artista al ingresar a una escuela de actores, su primera gran vocación, antes de empezar en la música y conocer a otra artista del pueblo que salió de la nada, la gran Edith Piaf, nacida en la calle de Belleville y obligada a cantar en la calle desde niña por un padre alcohólico, violento y calavera.
Cuando después de destacarse como joven compositor para Edith Piaf, Charles Trenet, Gilbert Becaud y Juliette Gréco, intentó iniciar su carrera como solista, muchos se burlaron de él porque era feo, cejón, narizón, enclenque y bajito. Su figura excéntrica de armenio no concordaba con los cánones estéticos de la belleza francesa en boga en el mundo de la farándula ni tampoco su voz y las temáticas a veces nostálgicas y tristes de sus canciones. Pero contra viento y marea siguió el camino animado por la Piaf y algunos de sus amigos, que le pidieron se operara la nariz porque la tenía muy larga.
El triunfo le habría de llegar en los grandes escenarios estadounidenses de Nueva York, donde fue adoptado por el público, al reconocer en él a un símbolo de la música francesa, de la supuesta bohemia parisina, y de los temas del amor, el dolor, la ambición, el fracaso y el éxito. Ante la sorpresa de los medios artísticos locales, Aznavour se volvió una estrella mundial y guiado por el gran productor Eric Barclay logró una fama mundial que lo llevó sin cesar durante medio siglo en giras permanentes por todas las ciudades del mundo y a vender, según diversos cálculos, al menos 160 millones de discos.
Gozó de una gran fortuna calculada en 145 millones de euros, tenía bellas mansiones en el campo y la ciudad, a donde llegaba circulaba en limusinas rodeado de las cámaras de los paparazzis, se hospedaba en los mejores hoteles, se casó con la bella modelo sueca Ulla, compartió con las más grandes estrellas del mundo, fue invitado por príncipes, magnates y jefes de Estado, pero guardó intacta su sencillez y el orgullo de haber surgido desde abajo como en las mejores leyendas dickensianas o balzacianas.
Todos se identificaron con su visión de la bohemia y la juventud y la nostalgia del recuerdo de los tiempos de las vacas flacas y el frío, cuando el futuro en medio de guerras, precariedad y conflictos parecía sombrío. Las fotos suyas en blanco y negro de los años 40 y 50 nos transportaban a una era gobernada por un cine magnífico comandado por grandes directores y estrellas como Orson Wells, Rita Hayworth, Frank Sinatra, Lauren Bacal, Sofía Loren o Humphrey Bogart. Y pese a vivir de esas nostalgias, nunca pasó de moda como tantos otros artistas de éxitos fugaces y olvidos totales.
Pese a que fue autodidacta y no terminó bachillerato, Aznavour amaba la literatura y fue lector de las grandes obras de todos los tiempos, así como adicto a los diccionarios, volúmenes donde exploraba los sonidos y los sentidos de las palabras que usaría luego en sus composiciones. Observarlo en sus actuaciones que circulan por las redes o en los filmes donde actuó, captar su elegancia, su entrega total al arte, su compromiso con los débiles y las minorías, nos muestran que en medio de todo la humanidad produce figuras de esperanza.
A lo largo de su vida incansable terminó por ser una figura familiar para todos. Escucharlo hablar en las entrevistas o programas de televisión a donde era invitado enseñaba a comprender que por lo regular los grandes artistas populares que logran la gloria en vida y son longevos se caracterizan por la sencillez y la generosidad. Cada una de sus frases y palabras son una invitación a la autenticidad porque comprenden el milagro de su propio destino después de tantas peripecias. Y fiel a su humildad, hasta el último día Charles Aznavour se definió solo como un saltimbanqui o un bufón con suerte.
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