Los poetas son nefelibatas. Los pintores también. Nefelibata es el político que fabrica ilusorios mundos de poder.
Quien percibe el eco profundo que llega del Olimpo, siente acoso espiritual que a diario lo espolea para que se arriesgue por los extravíos de las acuarelas, barrunte prosas, o ensaye viajes por el parnaso poético. Hay una elación misteriosa, un sacudimiento interior que lo transporta al mundo de los pinceles; comienza con brochazos imperfectos, o con plumazos vacilantes en poemas armados con atrevidas metáforas. Son los auscultamientos que buscan en un ignoto cielo la iluminación de las estrellas. Podría hacerse una confrontación entre los primeros escarceos de los hortelanos animosos con los que luego, progresivamente, van surgiendo de esas cisternas inspiradas, para entender que la paciencia perfecciona y el mundo de los ensueños es un manantial de elaboradas bellezas. [CM1]
Dos seres viven bajo la piel. El primero está armado por una contextura ósea y un plexo de músculos, por un rostro que congrega todos los sentidos, un pecho ancho y fornido, brazos vigorosos y unas piernas que despedazan distancias. Es el hombre físico que respira, conversa, gesticula y escucha, que suda y descansa, es el bípedo cuyo desenvolvimiento material es idéntico al de los animales que pueblan la tierra.
El otro ser poco tiene que ver con el primero. En la carátula del libro de García Márquez, “Vivir para contarla” aparece la efigie de un niño -la suya- de dos años, de orejas grandes y ojos asustados, con órbitas inmensas, con raro fulgor de brujería. Un intérprete de destinos sentenciaría que en esa lámina se adivina el esplendor del genio. Cuántas veces me he detenido en las estampas que de Gabo publica Gerald Martin en la documentada biografía que escribió sobre el hijo de Macondo. Su físico modelado por hachas aceradas, conaristas de labriego, vestido estrambóticamente, camisas alborotadas con arabescos desmesurados, zapatillas de costeño brincón y risa marrullera. Era desarrapado, con grasosa cabellera en desorden y bigote montaraz. Pese a ese desorden físico, García Márquez ha sido históricamente el primer nefelibata de Colombia.
Detrás de la brusca topografía de Gabo, estaba la fantasía. Condición espiritual que no se palpa, ni se alarma ante los caprichos de los vientos, que no sufre por los retardos de las cosechas, indiferente a las canículas y a las tempestades invernales, que no contabiliza semanas, ¡para qué!, que no contrata labriegos ni asiste a demandas laborales, siempre paladeando la vida que se arma con trozos de vigilias y tiene acrópolis sangradas en las montañas del Ida en donde Zeus montó cabañas de oro para fornicar detrás de un cascarón de nubes, con las diosas menores del Olimpo.
El nefelibata es un levitador. Nació a horcajadas sobre montes cerúleos, jineteando sobre clavileños inmóviles, las alforjas livianas, lejos de las capillas de Plutón, con matinal ropaje de viajero. No sufre la dictadura de los alimentos terrestres, ni lo desvelan las tibias temperaturas para las holganzas, ni lo extenúan los himeneos. El nefelibata engulle lejanías, su corazón siente la resonancia de las auroras, busca la sombra cuando el sol declina, y monta góndolas impulsadas por los céfiros para navegar bajo el celestinaje de la luna.
El nefelibata es un intuitivo, su mundo es inalámbrico, se acomoda en espacios aéreos, y en su reino celeste los Querubines organizan conciertos que hacen más plácida la eternidad. Se busca así mismo en sus propias raíces, escarba hasta encontrarlas, y extrovierte sus intimidades en liberaciones intemporales.
¡Ah de los poetas!, seres superiores que se alimentan de fantasías.
¡Ah de los novelistas! que inventan tramoyas a su amaño y deslumbran con sus prosas.
!Ah de los políticos! Incomprendidos y macerados por una opinión hostil, pero tan imprescindibles como el aire.
[CM1]Coso
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