Somos carnadura sensible de los pueblos. Conocemos sus honduras geográficas, el oculto riego invasor de sus raíces, escuchamos el ascenso de la savia por la red venosa de sus arboledas, braceamos en sus ríos, trepamos por sus laderas hostiles. Absorbimos el aire pesado de sus páramos y compartimos la tristeza de los sirocos vespertinos. Nos sintonizamos con su lenguaje silencioso, y recorriendo sus calles aprendimos a deletrear la muda elocuencia de su arquitectura castellana.
Cuántas veces competimos con los madrugadores filamentos solares para descubrir horizontes borrosos. Allá está el cerro de Santa Elena, poblado su dorso por una colina corpulenta, con ramajes de un verde enlutado. La montaña se libera de su color de Semana Santa ante el avance en puntillas de la aurora. Chorrea por negra pizarra una hebra de cristal, burbujeante y sonora, que en tierra se convierte en agazapado hilillo, escondido por entre tupidos pastizales.
Memorizo la pinta de la raza. Los del río Sargento hacia arriba, recostados en faldones arrugados, son mañaneros, amigos de los corros, triscan potreros detrás de la vacada y después siembran maizales o en gavilla desgajan granos de oro en los glaucos cafetales. Los de acá, calentanos, enzamarrados sobre alazanes ariscos, saben menudear el repique de los cascos para achicar distancias. Todos tienen piel de albas transparencias, son altos y garbosos, de fonética vibrante, lucen apellidos cervantinos, y sus líderes conquistan adhesiones con demagogias pueriles.
Sus extroversiones tienen blancura espumosa de manantial, adobadas en múltiples lenguajes. Hablan los ojos. Los entresijos son rasgados, con francos destellos horizontales, sostienen franquezas, pícaros en las burlas, relajados y remilgosos en los enamoramientos. Los brazos son cuajados, con músculos de acero y sus manos de dedos martirizados, son de una masculinidad potente. Hablan en torrentes, precipitan los vocablos, los enredan en los labios y los gesticulan. Estos campesinos también son teatreros, tensan y relajan la corteza del rostro, encaraman y descienden las cejas, guitarrean con las pestañas, y en sus bocas detonan palabras.
Son del trópico. Tienen altivez orgullosa, vocación por las parrandas, son desleales en los matrimonios, proclives al licor y concomitantemente se engalanan con escapularios, recitan rosarios y frecuentan confesionarios.
Pecan. Tuvieron burdeles. Primero en el Alto de los Ocampos visitado por vampiresas que para poderlas pasar por el área urbana, eran encostaladas para evitar voceríos adversos a los deslices de la carne. Eso ocurrió a principios del siglo pasado. Después fue Cachipay. Era una calle larga descendente, de balcones aéreos, atestados de voceríos femeninos, y en los salones de los nepentes ululaban músicas de despecho, alternadas con el estrépito de las cumbias frenéticas.
Los pueblos tienen sus jolgorios. Lanzan la casa por la ventana, festonean sus chambranas, musicalizan sus madrugadas, son zalameros con sus pinches nativos. Los hijos regresan con alharacas de billetes, estrenando bocinas en carros despampanantes, y reviven las Bodas de Canaán con sus demasías fiesteras. Es grato notariar estas presencias. Reencuentros que desnudan corazones. Los abrazos sacuden, se hacen memorias, las palabras tienen registros melódicos cuando endechan saudades familiares.
Son las reminiscencias en torno de nostalgias comunes, con sabor a sal de lágrimas que se complementan con carcajadas felices. Los ojos captan esas películas inolvidables, a los oídos ingresan los decibeles de los intensos sonidos y en pozos ocultos queda flotando la viva presencia de unas afinidades que signan hasta la muerte.
Hoy Aranzazu, -mi terruño bonito- estrena vestido. En las sastrerías cívicas en donde William Ruiz, su alcalde juvenil, aliña ropa, le ha confeccionado un atuendo especial para que en este año luzca con oropeles de rey. Le colocó corona imperial, le confeccionó una capa de pana verde, con flecos dorados, sus borceguíes los ajustó a su cintura geográfica, las sandalias no son nuevas porque han recorrido los senderos florales de sus veredas y el bastón de mando fue bruñido en los cerraderos de sus montes. Hoy es el día de los abrazos, arropados con su bandera bicolor.
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