Las estatuas conversan. Detrás de la pasta seca de una epidermis arrugada, con ojos espasmódicos y un rictus que la imaginación exagera, se esconden capítulos de historia. Tienen vida. Es activo el simbolismo que proyectan, hurgan la memoria, rescatan recuerdos, encarnan ideologías y espolean la imaginación. Son vitrina de mensajes. Declama el inerme pedestal, la mirada desbroza el pasado y sus invisibles parpadeos cubren paisajes que jamás fenecen. Personifican una religión. La efigie de Jesucristo con su larga melena que se descuelga en manojos, su frente limpia, su copuda barba de rabino, son una estampa viviente de un credo religioso. ¿Qué exportan sus ojos? Una placidez celestial, una lontananza sin límites, una dulzura beatífica. ¿Qué sus labios? Elocuencia que subyuga, palabras que jamás se apagan, un confín de armonías. ¿Qué sus oídos? Acústica para entender los arrepentimientos que tocan su corazón divino, asentimiento piadoso para el perdón. ¿Qué sus largas manos? Saetas son que señalan el camino del cielo, expresión de su voluntad para resucitar a Lázaro, estigma para los fariseos cuando los denigra como sepulcros blanqueados. Con ellas tomó un látigo para sacar a los escribas farsantes del templo de Dios. ¿Y qué sus pies? Hizo caminos, creó senderos sobre el lomo de los mares, visitó enfermos, y clavados, sostuvo el peso de su cuerpo en el madero de la cruz.
Lo que de Jesucristo se escribe sirve para delinear la efigie de los que cimentaron religiones. Sus devotos se arrodillan ante sus impávidos rostros, recitan cánticos, levantan brazos temblorosos, utilizan cilicios, todos en busca de una tierra prometida en la inmensidad de la eternidad.
Por las estatuas se conoce el alma de los pueblos. ¡Ay de las comunidades que carecen de ellas! En el cemento que las arma, en la madera que las pule, en el cincel que las purifica, las comunidades extrovierten sus alegorías. Las ciudades están sembradas de monumentos que ponen en relieve personajes que escribieron epopeyas, o materializaron el recuerdo de un acontecimiento o exaltan otras razones para darles perennidad.
Armenia, pujante y milagrosa, le dio cuerpo a la epopeya colonizadora en un hacha que hunde el filo en la carnadura de un tronco corpulento. Cuántas reflexiones nacen de ese emblema que resume lo que el Quindío es. Trabajo tenaz y conquista. Descepó montañas, dominó una naturaleza rebelde.
Y Pereira. Arenas Betancur con aliento profético encontró en el Bolívar Desnudo una sinopsis perfecta de la ciudad. Cabalga el Libertador sobre un alazán de belfos anchos, tensos y anhelantes, las patas delanteras encaramadas para los avances y las traseras bien apuntaladas en tierra. Los músculos del animal son rígidos, su cuerpo convertido en arco para no malograr el impulso de las flechas. Es hermoso el diseño. Bolívar a horcajadas y seguro sobre el rocín, melena al viento, talones hundidos sobre los ijares, inclinado el cuerpo esquelético, ansiosa la boca abierta, todo como síntesis de lo que Pereira es y simboliza.
Falta Manizales. Se hicieron consultas previas con resultados inciertos. Muchos sostienen que el pájaro barranquillo es el escudo de la ciudad. Un inexperto ornitólogo podría delinearlo en pocas palabras. Tiene pico largo en ganzúa, chico copete azulíneo, ojos negros apagados, lo cubre un multicolor plumaje sedoso. Su cola desciende en un indeciso verde celeste que finaliza en negro lustroso. Otros se refieren al Bolívar-Cóndor, amorfo mamarracho que domina el escenario de su plaza principal. Si Arenas Betancur se hizo inmortal con el Bolívar de Pereira, frustró su imaginación con el espantajo que ideó para Manizales.
Queda la Catedral. Aquilino Villegas la resucitó en prosa esmeraldina después de un incendio que la convirtió en pavesas. La intuyó como es ahora, monumental, con bóvedas inmensas sostenida por una arquitectura que superó riesgos y le dio vuelo liberal. Escribió el gran patricio: “El templo fue siempre el alma de la ciudad”, refiriéndose a la enorme basílica. Cómo excita fantasías cuando se hace referencia a esa Casa de Dios, estandarte espiritual de una raza. Las agujas de cemento que se extravían en las nubes, su significado intangible de aleteos inmateriales, la filosofía y el himno que ella convoca, la intemporalidad intelectual de un pueblo, todo está plasmado allí como enseña que los siglos no sepultarán.
No es el barranquillero multicolor, no el miriñaque que asusta, sino la Catedral que es mensaje, tradición de sangre, vocación de eternidad.
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