No fue fácil arrebatarle a Ómar Yepes el “Diario de un Seductor” de Soren Kierkegaard. En un descuido me apoderé de él. Ahora lo busca en su avituallada biblioteca y, como es obvio, cuando lo escucho, reniego contra el choro que lo sustrajo. Leyéndome ahora, -perplejo- descubrirá que fui yo el taimado ladronzuelo.
Definitivamente el título de un libro es el anzuelo para su lectura. Es morbosa la palabra “seducción”. Tiene un leve sabor a maldad, o tal vez a conquista sentimental que finaliza en el quebrantamiento del sexto mandamiento. Sin ojearlo, me prefiguraba escenas borrascosas de enamorados, noches de lujuria, licor sin límites y creía escuchar tangos llorones en una transposición de siglos. Reviví la imagen de Manuelita Sáenz, delineada por Denzil Romero en “La Esposa del Dr Thorne”. Ella se rofocilaba en Guayaquil “con los marineros llegados de tierras extrañas: mongoles, polinesios, chinos, finlandeses”. En “Cien Años de Soledad” presentí el furor de las mulatas que alquilaban su cuerpo. Sentí el ronroneo de Petra Cotes cazando machucantes para saciar los apetitos de su sexo famélico. Vi en las pasarelas a Bendición Alvarado, Manuela Sánchez y Leticia Nazareno luciéndole sus glúteos redondos al patriarca otoñal que animaba su impotencia con el vapor irresistible de esas bípedas potrancas. Me trasladé a Santo Domingo en donde Porfirio Rubirosa, un mestizo zalamero, enlazaba quinceañeras para llevarlas a camas clandestinas. Y más atrás, en la historia, surgió la silueta de Petronio el rey de la elegancia en Roma, desaforado tumbalocas. La morbosa glotonería literaria para leer el libro aludido, justifica mi proceder cleptómano.
Kierkegaaad es un monumento histórico; padre espiritual del llamado existencialismo. La angustia y la desesperación son piedras angulares que fundamentan las entelequias de este teólogo danés. Antes de meterse en los laberintos de la filosofía, debió tener fracasos románticos que, seguramente, lo llevaron a escribir el “Diario de un Seductor”.
La historia es simple. Soren, tramposo y mal amigo, se enamora de Cordelia. Eduardo, su novio, es un hombre tímido, de pocas palabras, y le pide que lo acompañe a la casa en donde ella convive con su tía. Como Soren venía persiguiéndola de lejos, aprovecha la ocasión para, gradualmente, ganarse su cariño. El final es triste. Quien debía ser el cirineo en los entrecortados diálogos con la amada, se la quita. A partir de esta felonía, comienza el entramado literario de la novela.
Todos tenemos una prefiguración intelectual de lo que es un filósofo. Barba levítica, ojos descolgados, mirada de pesadumbre, vestido andrajoso, introvertido y solitario. Camina lentamente, esquiva el diálogo, no se enreda con mujeres, gusta de la pobreza. Es un raro animal.
En su juventud Soren desplazó a su compañero Eduardo, y como cualquier gigoló del trópico, barruntó endechas de amor. Por eso dijo: “Yo soy un artista, soy un artista del amor”. Y estalla en esta confesión: “Ella (Cordelia) es mi vida y es más que mis deseos, pues es mi único deseo. La amo con más ardor que el sol ama las flores; la amo con una más íntima profundidad que el dolor ama al alma que se angustia en soledad; la amo con más ansia que la ardiente arena del desierto ama la refrescante lluvia; más tiernamente la amo, sí, que la madre ama al hijo sobre el cual posa los ojos; y más ligada la siento a mí que una planta está ligada a sus raíces”.
El libro tiene un capítulo humorístico. Kierkegaard ¡el inmenso filósofo! hizo escarceos sobre “la teoría del beso”. ¿Cómo una mole del pensamiento, cuyo nombre es respetable por su gravitación mundial, escribe sobre un tema tan banal? Sostiene que el beso es un acto masculino. Debe salir del hombre su iniciativa. Entre cónyuges es insípido. Entre hermanos el beso no, porque tiene que ser apasionado. Se puede dividir en categorías: “hay besos estridentes, besos vibrantes, sonoros, crepitantes, besos que chirrían, besos sordos, ahogados, besos que crujen como la seda, …besos a flor de labio, besos de presión y los besos que se dan como al pasar…besos cortos y besos largos…habría que establecer la diferencia entre el primer beso y todos los demás”. Para que estos deliquios quedaran completos, debió recordar que Nerón, según Suetonio, abolió en el imperio romano la costumbre de besar.
Esta cartilla besatoria además de frívola, parece rival de “El Derecho de Nacer” de Félix B. Caignet. El “Diario de un Seductor” debió ser la resultante de una pubertad masturbadora, bajo el fuego candente de un sexo voraz, también con experiencias de arrabal. El filósofo tuvo que caminar sobre lodazales, desbocada su pasión, atento a las caricias que se daban las parejas, ganoso para sí de esos indómitos libertinajes que se permiten los enamorados bajo emparrados coposos, o en los tálamos predispuestos para los pecados mortales.
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