Existe una distorsión conceptual sobre lo que es la importancia. Generalmente es valorada por el resplandor publicitario. Por eso el político que suscita tantas controversias, orales y escritas, surge como el prototipo que absorbe el eco del prestigio. La política se hace en medio de confrontaciones dialécticas, de adulaciones desmesuradas y crueles agresiones verbales. Hay que arroparse con impenetrables corazas para ser impávido ante los ditirambos o las diatribas carniceras. Tiene vitrina el poeta de vuelo imaginativo, el científico silencioso, el novelista que trasciende fronteras, el pintor con sus caballos de nucas vigorosas y abalorios tentadores, el prosista que hace calambures con el idioma.
Existen las capillas de los elogios mutuos. Intelectuales marrulleros organizan cofradías para manejar los hisopos en intercambios de panegíricos, con calificativos superlativos a las publicaciones del amigo, comprometido éste a retribuir con iguales o superiores encomios las producciones de aquél. Simpática es la parranda gratuita de los adjetivos. Escribe don Antonio Bustos que Sinforiano Montes acaba de publicar la mejor novela de América, y éste, a su vez, devuelve el elogio afirmando que don Antonio ilumina el cielo patrio con el colorido estelar de sus sonetos. Crean un falso pedestal de ampulosa hojarasca, y desorientan la opinión con esas alegres adulaciones.
Debajo de esa escarapela artificial, existe una minoría selecta, de excelsas condiciones. Cuántos pedagogos como el histórico Francisco Marulanda Correa, oradores sagrados de garganta clamorosa como Augusto Trujillo Arango, paisajistas como Jesús Franco, pintores de recatada pero honda dimensión como Diego Gómez y Virgilio Patiño, poetas de ventana universal como Fernando Macías. Por desgracia, la opinión se engolosina con unos pocos nombres, que son colocados en vistosos pedestales para recibir el vacuo rumor de los aplausos.
Fue un privilegio celestial haber nacido en Aranzazu. Encaramado sobre una pestaña geográfica, su historia está escrita en la parábola de sus mejores hijos. Si hace 50 años tenía mucho menos de 10 profesionales, hoy le ofrece a Colombia una galería de más de 500 títulos universitarios, en cabeza de varias generaciones. Javier Arias Ramírez perpetúa los símbolos de las perfectas rimas, Pedro Nel Duque (Crispín) el humorismo, Diego María Gómez el verbo eclesiástico, Carlos Ramírez Arcila la cúspide del derecho, José Miguel Alzate personifica la novela y el ensayo y Miguel Ángel Gómez García es investigador científico de la nueva generación.
La persona importante no se autoalaba, no maneja sonajeros bullosos, no pondera lo que hace. La infinita modestia de García Márquez le permitió decir que escribía “para que me quieran más”. Quien por méritos se encumbra, ama el sigilo. La importancia es modesta, no repelente, le huye a las vitrinas porque se acomoda bien en la penumbra. El viacrucis antecede a la importancia. Lula da Silva, presidente de Brasil, hoy en prisión por deshonesto, en su niñez paupérrima fue embolador, madrugó a vocear periódicos y probó hiel mientras concomitantemente se convertía en un líder laboral. Jorge Eliécer Gaitán nació en un barrio humilde de Bogotá, su madre era maestra, y por su poca significación social fue valorado como exponente del lumpen. ¡Qué grande fue! Una bala asesina truncó su destino. Hace 100 años ser hijo natural era un oprobio. Cómo sería de amargo el viacrucis de Marco Fidel Suárez, nacido de una lavandera, sin padre conocido, para superar tan catastrófica fatalidad, estudiar, culminar carrera, ser jefe del conservatismo y por último presidente de Colombia. Belisario Betancur peón de mulas, usó lenguaje grosero para uparlas cuando se atascaban en los andurriales, padeció hambrunas, durmió bajo el palio de árboles frondosos en el Parque de Berrío de Medellín, y recorriendo esos senderos de indigencia absoluta, llegó finalmente al Palacio de Nariño. Belisario no era empalagoso, no se exhibía como escritor de muchas luces, no atropellaba el oído de sus contertulios.
Quien es importante está en la cima para mirar olímpicamente hacia abajo en donde burbujean las montoneras. Gusta del elitismo intelectual. Huye de la plebe inorgánica y su estadio preferido son las minorías. El hombre que se destaca puede tomar para sí la olímpica frase de Napoleón: “Yo vivo para la posteridad”.
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