Y él lo dijo y lo sabía: “Tengo el mejor trabajo del mundo. Voy a cualquier lugar, hago lo que quiero, como, bebo y me pagan por eso”. Además tenía novia joven y bonita, una hija, dos exmujeres que aún lo querían, tenía fama, éxito profesional, dinero. ¿Por qué un hombre como Anthony Bourdain se cuelga en el baño de un cuarto de hotel una noche de un viernes cualquiera?
Pienso en “Reír llorando”, el poema del mexicano Juan de Dios Peza inspirado en el actor y dramaturgo británico David Garrick. “El carnaval del mundo engaña tanto que las vidas son leves mascaradas, aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas”. Anthony también era actor, de su propia vida. No solo era el chef viajero más famoso del mundo, era buen escritor, narrador, presentador, un artista integral de la vida. Su amor por la aventura, la buena comida, los viajes y las historias de la gente, lo convirtieron sin querer en una celebridad que a donde llegaba el mundo se rendía a sus pies. En 2017 en una entrevista con The Guardian, dijo: “Estoy en mejor forma de lo que probablemente haya estado alguna vez. Viajo 250 días al año. Estoy delgado. Mi panza de alcohol se ha ido y hago jiu-jitsu brasileño todos los días”. Todo divinamente, pero como en el poema, si ese médico famoso que atendió al hombre de mirar sombrío que fue a consulta para que lo ayudara a curar su tristeza le hubiera dado los mismos consejos a Bourdain, tendría las mismas respuestas: “Viajad y os distraeréis - ¡tanto he viajado! Las lecturas buscad - ¡Tanto he leído! Que os ame una mujer - ¡Si soy amado! ¿Pobre seréis quizá? -Tengo riquezas.
Es que la soledad del alma es una cosa muy jodida. La depresión es un tornado negro encabronado que arrasa con el amor a la vida. En esa misma entrevista habló de aquellos días en que consumió drogas pesadas como heroína y crack: “Herí y decepcioné a muchas personas y lo lamento tanto. Es una vergüenza tener que vivir con esto”. Era un artista, sensible, las culpas le pesaban, sentía el desarraigo que viene cuando los días y las noches son un viaje eterno y no pudo dejar su alma atormentada en su casa de Nueva York ni sacarla del equipaje de su vida perfecta. Y el enfermo del poema tampoco podía: Nada me causa encanto ni atractivo, no me importan mi nombre ni mi suerte, en un eterno spleen muriendo vivo, y es mi única ilusión, la de la muerte.
La consulta continúa y al no encontrar motivos aparentes ni un remedio conocido para tanto dolor, el médico le dice: tomad hoy por receta este consejo, solo viendo a Garrick podréis curaros. Las más remisa y austera sociedad lo busca ansiosa, todo aquel que lo ve muere de risa, tiene una gracia artística asombrosa. Así -dijo el enfermo- no me curo ¡Yo soy Garrick, cambiadme la receta! Como Anthony Bourdain que nos alegró la vida con sus recetas culinarias y sus maravillosos programas ganadores de varios premios Emmy y sus libros irreverentes y reveladores que llegaron a la lista de los más vendidos en la década del 2000. Y al ver su programa, por lluvioso o enguayabado que un domingo estuviera, se le arreglaba el día a cualquiera, a pesar de la envidia que nos produce ver un hombre que hace lo que quiere y se vuelve rico con eso.
“¡Ay! Cuántas veces al reír se llora, nadie en lo alegre de la risa fíe, porque en los seres que el dolor devora, el alma llora cuando el rostro ríe”. Por allá cerca a Estrasburgo, en Francia, donde grababa otro capítulo de su programa Partes desconocidas, lo encontró muerto en un lujoso hotel el pasado 8 de junio su amigo y colega el chef Eric Ripert. Estaba solo, y frío. Sin rastros de drogas ni alcohol en su cuerpo, tenía 61 años, una mujer italiana de 42, una hija de 11, miles de historias en su alma, y una vida que le pesaba a sus espaldas. “Cuántos hay que cansados de la vida, enfermos de pesar, muertos de tedio, hacen reír como el actor suicida, sin encontrar para su mal remedio”.
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