No olvidaré nunca aquel lugar único, apacible y exótico donde viví durante un año, no hace mucho tiempo. 2014 para ser más exactos. Vivía yo frente a un parque inmenso con gimnasio al aire libre, canchas de fútbol, de tenis, hockey, básquetbol, juegos para niños, hectáreas de zonas verdes para las mascotas, todo enmarcado por el precioso teatro, la iglesia, el salón comunal y el amplio salón para eventos y clases de aeróbicos, rumba, yoga, pilates, todo gratis. Salía de mi casa, atravesaba la calle y soltaba a mis tres perritas a jugar en el parque, a donde hicieron muchos amigos, como yo, todos perrunos, gente del barrio que amaba a sus perros, como yo. Nos encontrábamos en el parque casi a las mismas horas en los mismos menesteres, todos con la bolsa lista, todos hablando de perros, todos, como yo, contentos, así fuera a las siete de la mañana recogiendo popó. Después de que hacíamos ejercicio dejaba a las perras durmiendo en la casa y me iba al centro comercial más grande del país que quedaba a cinco minutos caminando. El almuerzo era fácil, pues las vecinas ayudaban, muchas de ellas salían a las puertas de sus casas a picar verduras, y casi regalado le entregaban a uno remolacha preparada, brócoli y coliflor en su punto, tomates y pepinos frescos partidos, cebolla picada y demás. Por las noches volvíamos a sacar a correr a las niñas de cuatro patas, íbamos a ver alguna obra en el teatro y comíamos en la pizzería de al lado de la casa donde teníamos cuenta abierta que pagábamos mensualmente.
Mi marido trabajaba como director del teatro, y quiso hacer como los europeos que procuran irse a vivir cerca al lugar de trabajo. Antes se demoraba dos horas y media desde la casa, allá atravesaba el parque para llegar en dos minutos a su oficina. Los domingos nos íbamos del barrio, pues a nuestro tranquilo parque llegaban cientos de personas a hacer deporte y pasar el día en familia. Muchos de ellos acampaban ahí desde el sábado para tener el primer turno de las canchas que estaban a disposición de los deportistas que las solicitaban, también sin costo. Desde temprano empezaba la música de las coreografías de las niñas y niños que jugaban jockey, llegaban montones de carros de helados, payasos, artistas urbanos como malabaristas, traga fuegos, equilibristas y teatreros. Se armaba tal fiesta que nos íbamos a buscar tranquilidad a otra parte.
Nuestro mayor choque cultural fue la comida. No nos acostumbramos nunca a los platos caseros que ofrecían los pequeños restaurantes del barrio, pero teníamos la pizzería y el centro comercial donde había una plazoleta con toda clase de franquicias de comida. Otra cosa, que fue más un choque cultural para los vecinos, fue que éramos los únicos con perritos criollos, o chandas que llaman, adoptados de la calle. En ese parque no se veían sino perros finos. Las únicas recogidas eran las nuestras, que estaban acomplejadas al principio al ver que causaban risas y comentarios de la gente, no como en el pequeño parque a donde íbamos antes, en otra ciudad al norte, donde la moda chic eran los perros adoptados. Lo otro, es que el único Renault del barrio era el mío, todos tenían camionetas elegantísimas con equipos de sonido que retumbaban por la calle. También nos sorprendíamos cuando íbamos al banco en el centro comercial, la gente hacía largas filas cargando cajas repletas de dinero en efectivo que consignaban en sus cuentas.
Yo me sentía en otro mundo, y fui feliz allí con mi calmada vida rodeada de gente autóctona de este lugar, que quedaba en la calle 38 Sur con carrera 34 en Bogotá, en el barrio Villa Mayor, construido en los ochenta por Luis Carlos Sarmiento. Un mundo aparte, con casas de 400 millones de pesos rodeadas de zonas verdes y comodidades. Reconozco que alquilamos una de esas para que las perritas tuvieran al frente el parque más grande de Bogotá, no fue por un experimento sociológico ni antropológico ni por ahorrar plata, ni tampoco -aunque un poco- por la comodidad de Diego para llegar al trabajo. Pero encontramos todo eso y mucho más.
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