Los intelectuales han sido faros del conocimiento y del debate público, incluso con capacidad disidente, opuestos con su palabra calificada a los poderes omnímodos que discriminan y sojuzgan, con políticas oficiales excluyentes y de censura. La muerte y el exilio han sido el precio de su reciedumbre. Sócrates, la mayor de las víctimas. Y la cadena siguió, sin término. Incluso se habla de ser esta una época de transición, camino hacia destinos de incógnita. Y en general la intelectualidad laboriosa más bien se refugia en la neutralidad y en la elaboración de la propia obra, distanciada de los medios informativos.
En 1988 tuve de nuevo la oportunidad de visitar Ciudad de México, en labores académicas y culturales, en encuentros y entrevistas con destacadas personalidades de las artes, las letras y el humanismo, tales como Fernando Salmerón, Manuel Enríquez, José-Luis Cuevas, Alí Chumacero, Marcela del Río, Antonio Armendáriz, Blas Galindo, Germán Pardo-García, Luis Cardoza y Aragón, que han quedado en registros testimoniales en la Revista Aleph.
Un caso en especial de recordar es el de Luis Cardoza y Aragón (1901-1992), guatemalteco, con vida intensa de participación pública, perseguido por las dictaduras de su país, con exilio definitivo en México, país que ha conservado admirable tradición para acoger a los académicos e intelectuales perseguidos en sus naciones de origen. Poeta y ensayista, con servicio temporal en la diplomacia y en el servicio público. Estudioso de la pintura, con importantes ensayos publicados, en especial sobre los muralistas.
En su agitado periplo vital encontró por el camino a una muchacha bella y escritora, Lya Kostakowky -hija de Jacobo, violinista compositor originario de Odesa-, residente en Ciudad de México, dieciséis años menor, con quien se casó en Bogotá en 1947 con residencia de unos seis meses en funciones diplomáticas en la capital colombiana. Fue una relación intensa, de amor y trabajo, y ella fallece en abril de 1988. Cuatro meses después lo visito en su casa, en el Callejón de las Flores No. 1, Coyoacán, todavía sumido en la tristeza. “Lya no es mi familia, soy su fuente, es la mía. Somos uno en sí y no la doble imagen en el agua. Y somos el agua”, expresó Luis. A su vez Lya había escrito: “Él y yo somos siempre tan unidos, somos tan el mismo espíritu y el mismo corazón, que en lugar de ser uno somos dos.”
Viajó por Estados Unidos, Francia, Italia, Cuba, España, Colombia, México (su lugar de asiento definitivo). En Cuba conoció y tuvo cercanía con Federico García-Lorca, con quien llegó a escribir la obra “Adaptaciones del Génesis para Music Hall”, y este le dedicó el “Pequeño poema infinito”, el penúltimo de “Poeta en Nueva York”. También en Cuba conoció a Barba-Jacob, en similar encuentro con Lorca en el despacho de Juan Marinello (1930).
En nuestro encuentro rememoró sus libros: “Luna Park”, “Maelstrom”, “Guatemala: las líneas de su mano”... E hizo énfasis en su autobiografía: “El río, novelas de caballería”, extensa obra de 900 páginas, dividida en seis partes o libros: “Ayer”, “Ciudad natal”, “París” (con memoria de sus lecturas de Baudalaire, Rimbaud, Mallarmé, Corbière, y de encuentros con los surrealistas Antonin Artaud, Breton, Eluard, y del compartir vivienda con Picasso en la Costa Azul), “México”, “Dura Patria” (sobre Guatemala) y concluye con “Mar”. Pero dijo que de toda su obra la que prefiere es “Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo”, de imaginación desbordante en su continua pasión por crear, inventar, fabular.
Fernando Charry-Lara en estudio sobre él refiere que su poesía es siempre joven, de actualidad, con desenfreno y conexiones entre lo antiguo, lo aborigen de América, lo europeo y lo contemporáneo. De esta manera se identifica su producción poética, reto de creatividad, con desbordante imaginación, sin contemplar división en géneros literarios.
En aquella visita a su residencia me cuenta cómo de tan joven tuvo la intrepidez de pedir, con aire autosuficiente, un escrito para prólogo de su segundo poemario “Maelstrom”, a Gómez de la Serna, con el antecedente de haber recibido opinión positiva suya sobre el primer libro, “Luna Park”. En ese escrito el prologuista dice, entre otras cosas: “Por la ventana del libro que da a la noche incierta de la vida entran las imágenes vencidas, con el estertor último.” Y concluye: “Pero con Paisaje o Paisaja este es un libro derrochador y colgado de corbatas nuevas en que veo a Cardoza sonreír como heroico capitán del terremoto, como su epicentro.” De esta manera el prologuista rubrica la novedad abrumadora de la escritura de Luis, quien corrió todos los riesgos para dar salida a una fértil y prolífica imaginación, sin cuidar la tradición de formas.
Entre tantos temas conversados alude en algún momento a los integrantes del grupo mexicano “Ateneo de la Juventud” para resaltar en él la participación de Alfonso Reyes y de José Vasconcelos. Del primero destaca su obra “Ifigenia cruel” por la que más interés tuvo, y del segundo anota haber sido una personalidad extraordinaria, con sus más y sus menos, pero destacando todo lo que hizo por la cultura de México, con edición de los clásicos, la promoción de los muralistas, las misiones populares en las escuelas en el campo, entre otras.
Aludió a los muralistas Rivera, Orozco, Siqueiros, con cercanía a ellos, pero destacó a José-Clemente Orozco como el de la obra mayor, bajo el criterio de no juzgar las obras de arte por las ideas políticas que involucren sino por el valor estético, en la formalidad de su expresión. Al terminar el encuentro, me escribe en un papel, de su puño y letra: “Se ha repetido que soy crítico de arte. Escribo sobre arte como escribo las nubes y el mar. La crítica de arte es la Venus de Milo llevando en sus manos la cabeza de la Victoria de Samotracia./ L. Cardoza y Aragón/ Para Aleph - Tenochtitlan 18-VIII-88”.
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