Lo más trágico es que al país sí le cabe en la cabeza, por sospecha. Poco importa cómo vayan las investigaciones sobre las muertes de Jorge Enrique Pizano y su hijo, pero silenciar con la muerte al testigo más importante contra Corficolombiana, el Fiscal General y posiblemente contra Luis Carlos Sarmiento Angulo, le cabe al país en la cabeza. Por más que Medicina Legal estudie, que los investigadores duden y que los periodistas no estén seguros, al final a los colombianos les queda rondando la peor versión y la idea de que sí pudo ser.
Que al país le quepa lo peor en la cabeza es la real tragedia nacional, porque la sospecha no es tanto por lo que conocemos de la corrupción sino por lo que desconocemos de ella. Como no la hablamos en público, como la contamos en secretos y le sacamos provecho en corrillos, como a los fiscales y contralores les cuesta definirla y a los jueces condenarla, como a los periodistas nos tienta la autocensura y los historiadores siguen sin saber cómo contarla, terminamos por construir una corrupción fragmentada, sin la foto completa, con versiones irracionales o racionales, exageradas o ponderadas, que se trastocan fácil al momento de juntar los pedazos. Terminamos a veces hablando de conspiraciones que se subestiman o de corruptos que se demonizan más de la cuenta.
Por ejemplo, si se dice que al Cable Aéreo en Manizales parece que lo están llenando de contratistas innecesarios, o lo están metiendo en negocios de mala calidad con su plan de tarjetas y software, o está perdiendo el control del efectivo, o no le están haciendo el mantenimiento adecuado, como lo venimos discutiendo ya varias organizaciones y columnistas, nos cabe en la cabeza que lo estén marchitando para venderlo a algún privado amigo del gobierno, como también dicen. Si la Contraloría se queda apenas en informes repetitivos, sin sanción ni esclarecimiento eficaces, y si la Fiscalía no acusa responsables ante los jueces, nos llega a caber en la cabeza que alguien puede estar detrás del efectivo del recaudo, para financiar campañas futuras, para lavar activos, incluso para desviarlos hacia paraísos fiscales. Si no tenemos cómo saber y aclarar, hasta la peor sospecha cabe en la cabeza.
Antes de que historiadores, periodistas y jueces esclarecieran un poco el conflicto en el oriente de Caldas, era fácil encontrar campesinos de la zona que creían que la guerrillera “Karina” se convertía en felinos y otros animales para escapar del Ejército. La sospecha les cabía en la cabeza. Y aunque después tuvieron certezas de sus extremas crueldades, al final encontraron una dimensión más cercana de la guerrillera. En alguna etapa primitiva y similar parecemos estar todavía ante la corrupción.
Es que en este panorama de fragmentación, que se vuelve hasta conspiracionista, lo trágico no es tanto que la corrupción llegue a ser irracional, exagerada o violenta en extremo, eso de hecho sucede y, si el Estado quisiera operar, podría encontrar resolución con la verdad, la justicia y la reparación. Lo trágico es que sea irracional, exagerada o violenta pero por sospecha, por suposición, pues allí no queda certeza de solución, es la impunidad infinita que termina en mito, en historia que se repite, en la condena de no podernos transformar. Así que es mejor la corrupción conocida públicamente que la corrupción sospechada en secreto, no importa lo cruel que nos tenga que caber en la cabeza, pues conocerla sería el milagro para cambiar.
Para pasar de la sospecha a la certeza, necesitamos una película completa que sin justicia, sin periodismo, sin memoria y sin activismos ciudadanos es imposible de construir. La serie “Distrito Salvaje”, de Netflix, es una propuesta con aciertos al contar la corrupción, aunque lo hace desde la ficción, nos permite encontrar pistas narrativas para juntar pedazos con veracidad, para terminar de tender los puentes entre funcionarios públicos, empresarios, multinacionales, fiscales e incluso actores armados, ahora que seguimos sin lograr integrar el mundo de la guerra con el mundo de la corrupción.
Los defensores del acuerdo con las FARC parece que tenían razón en algo: salir de una parte del conflicto permitiría fijarnos más en serio en la corrupción, quizás como un mal público mucho mayor. La crisis es que no hemos encontrado cómo abarcar toda la dimensión de la corrupción, por la impunidad, por incapacidad narrativa, por miedo. Entonces, como al final sí sabemos algunas cositas, todo y nada nos cabe en la cabeza.
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