El odio se quiere meter en nuestras vidas, llega en forma de mensajes de texto, fotos y videos con contenidos que hieren los ojos y la dignidad; que denigran e incitan a estigmatizar. Esta nueva violencia ha reemplazado al machete y al fusil y se camufla entre los trinos de Twitter, los mensajes de WhatsApp y las otras redes sociales. Quienes los generan están al servicio de una fuerza muy oscura, que quiere seguir viendo a este país en guerra; cada vez más polarizado por las animadversiones, que ya acaban con amistades y ponen en riesgo los lazos entre las familias.
Lo peor de esta guerra cibernética es que usa como lanceros a las personas de quienes menos esperaríamos este tipo de ataques; sus armas se disparan en nuestros grupos de interés, en nuestros chats familiares o vienen de personas con quienes creemos tener afinidad y en quienes confiamos, tanto como para dar nuestro número de teléfono, inocentes, pero solo hasta que recibimos el primer embate.
El episodio que protagonizó Álvaro Uribe la semana pasada, cuando se fue en contra del periodista Daniel Samper, tildándolo de lo peor que se le puede adjudicar a un hombre, es una muestra de esta nueva guerra, pero lo más grave sucedió después, cuando comenzaron a llegar mensajes por las redes sociales tratando de dar argumento a las afirmaciones de este nefasto expresidente. Entonces el odio se contagió, dejó de ser un ataque de Uribe contra Samper y se replicó en cada una de las personas que reenviaron esos mensajes. Este tipo de tácticas ya las vimos; fueron las que se usaron para generar rabia e indignación contra el plebiscito del pasado octubre. Y la gente sigue cayendo en este tipo de trampas y se vuelven multiplicadores de estos mensajes, es decir, se convierten en títeres del odio.
Y eso que la campaña presidencial aún no ha comenzado, no me quiero imaginar lo que van a intentar hacernos; lo que nos querrán obligar a leer, a ver, a creer… Al paso que voy, creo que para finales del próximo año terminaré con menos contactos en mi celular, con unos cuantos amigos en Facebook, afortunadamente no tengo Twitter, así que no me toca cerrar ninguna cuenta. La próxima vez que alguien me pida el teléfono lo voy a pensar mucho antes de dar una respuesta, no se sabe quién vaya a sentirse con el derecho de adoctrinarme en quién sabe qué barbaridad o a tratar de convencerme para votar por una de las “joyas” que tenemos en este país y que veremos pulular en las próximas elecciones legislativas.
De esta guerra es más difícil salvarse, ya no es la que se mantenía alejada de nuestra cotidianidad, disputándose en lugares remotos de la geografía colombiana; ésta se mete en nuestro hogar, en nuestra oficina, en cualquier lugar a donde nos atrevamos a encender un dispositivo y a aceptar un mensaje que no sabemos qué contenga. Mantenerse al margen parece un imposible, pero propongo que no seamos los actores de esta nueva confrontación, no seamos los títeres de quienes quieren manipularnos y usar el poder de las redes sociales para esparcir su veneno y hacer daño. Seguramente nos van a llegar muchos mensajes como los que he recibido esta semana, pero antes de pulsar la tecla de reenviar pensemos a cuántas personas puede dañarlo que estamos mandando: si no construye, si no alimenta la mente o el alma con cosas positivas, si no da paz, si no nos consta, no lo reenviemos.
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