El día de hoy en mi visita a Viena me ocurrió algo parecido al primer día cuando salí del hotel muy temprano y me encontré con la casa donde vivieron Zamenhof y Albert Schweitzer. Esta vez me fui dos cuadras más allá porque quería ver una iglesia cuya cúpula sobresalía sobre las casas del barrio. Y ¡oh sorpresa! para mi veneración por los grandes hombres, en una placa en la fachada se lee que allí se celebraron los funerales de Beethoven el 29 de marzo de 1827. En el interior hay telas de pintores para mí desconocidos, pero me encontré con otra agradable sorpresa, una capillita dedicada a Maximiliano Kolbe. Alguna vez he contado en estas crónicas de mi interés por las dos Guerras Mundiales. Tengo una muy buena biblioteca sobre el tema. Y por supuesto el heroísmo de Kolbe me ha llegado por varias fuentes de mis viejas lecturas relacionadas con los campos nazis de concentración. Su historia es suficientemente conocida; sin embargo no resisto la tentación de resumirla. Fue un fraile franciscano prisionero en el campo de Auschwitz. Un día se escapó del barracón un prisionero y los carceleros decidieron que por culpa del fugado diez compañeros deberían morir. Uno de los escogidos para la muerte al dar el paso al frente se lamentó por su viuda y sus hijos; entonces Kolbe se ofreció a morir por él. Lo asesinaron con una inyección letal. Era el año de 1941. En 1971 lo declararon beato de la Iglesia Católica y a la ceremonia asistió, ya muy viejo, el preso de Auschwitz por el que Kolbe ofreció su vida y que logró salir vivo del campo de concentración. En 1982 el papa lo declaró santo. Incluso la iglesia luterana lo venera como a uno de sus santos. Maximiliano María Kolbe, polaco de nacimiento, hizo realidad la palabra del Evangelio: ”Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus hermanos”. Salí de esta iglesia de la Trinidad con una alegría inmensa, por Beethoven y por Kolbe.
Estoy en la Alser Strasse y veo en mi plano de la ciudad que cerca, en la Spital Gasse, hay un tal Narrenturm “Torre de los locos”, nombre suficientemente atrayente como para dirigirme hacia allá. Se trata del Museo de Anatomía Patológica que guarda en sus 70 salas 35.000 piezas de… locos, locuras y afines.
Estoy en la zona de la Votivkirche, de la que ya hablamos. Cerca se encuentra la casa museo de uno de los hombres grandes que Austria dio al mundo y que yo quería, ni más faltaba, visitar, la casa de Sigmund Freud, en la calle Bergasse. Entro, pues, a la casa con veneración. Aquí vivió el padre del psicoanálisis entre 1891 y 1938, año en que debió salir exiliado de Viena por causa del Anschluss, la anexión de Austria a Alemania decretada por Hitler. Freud era de origen judío y murió en Londres al año siguiente, 1939. Su hija, Anna, al inaugurarse la casa-museo en 1971 regaló muchos de los objetos, libros, fotografías, documentos, piezas arqueológicas que pertenecieron a su padre. Caminando por las calles de Viena el viajero sabe donde hay una casa o edificio de interés histórico, cultural o científico, porque dichos establecimientos tienen a la entrada una bandera de Austria. Práctica excelente digna de imitarse. Hace rato estoy fuera de la Innere Stadt, la ciudad del interior, la que está totalmente rodeada por la avenida del Ring y me voy alejando del centro, buscando mis visitas preferidas.
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