Usualmente en los días siguientes a las elecciones se discute sobre el voto obligatorio. Quienes lo defienden presentan argumentos diversos: el voto es un derecho pero también un deber, y como “deber” entonces “debería” ser obligatorio. O advierten sobre la ilegitimidad de gobiernos elegidos por una inmensa minoría, ya que si la mitad de la gente no vota (a veces un tris más, a veces un tris menos) y a ellos se suman los que votan por otros candidatos, realmente los simpatizantes del ganador son un porcentaje mínimo de la población.
Como tantas otras obligaciones, me disgusta la del voto obligatorio. Para empezar no creo que cambie mucho el panorama: en Perú, por ejemplo, hay voto obligatorio y la gente eligió a Fujimori y a Kuczynski, que no son el prototipo de gobernante que uno quisiera para su país. En cambio, la organización electoral de allá debe desgastarse año tras año intentando cobrar las multas con las que se sanciona a quienes dejan de ir a votar.
En un país como Colombia, en el que todos los candidatos coinciden en afirmar que uno de los principales huecos fiscales consiste en la elusión y evasión de impuestos ¿en serio es factible pensar que el Estado es capaz de cobrarle multas a los que se abstengan de la obligación de votar? ¿no habrá cosas más importantes a las que deban dedicarse los funcionarios públicos?
Eso en cuanto a lo técnico. Pero en lo político hay quienes piensan que la abstención no necesariamente es sinónimo de una democracia débil y, al contrario, advierten que cuando súbitamente la participación electoral aumenta puede obedecer al desespero de la gente ante una situación política puntual. Colombia tiene una abstención cercana a la de Suiza e inferior a la de Chile. Países con bajísima abstención como la que algunos sueñan acá son Botswana, Sierra Leona y Benín, en África, que tienen una participación casi tan alta como sus niveles de corrupción, desigualdad y pobreza. Por supuesto también se pueden citar ejemplos de lo contrario: países maravillosos con poca abstención y viceversa, lo cual sirve para probar que la participación o la abstención tienen escasa relación con el nivel educativo o la calidad de vida de un país. Hay de todo. De hecho solo 26 países tienen voto obligatorio y la mayoría se ubican en el Sur: Suramérica, África y Australia.
Son muchas las razones por las que la gente no vota. Por ejemplo: la persona está fuera de la ciudad en la que tiene inscrita la cédula, o está hospitalizada, o no tiene dinero para pagar el transporte para llegar al puesto de votación, lo cual es relativamente frecuente en la zona rural. Pero por supuesto hay también razones políticas: desconfianza, incredulidad, escepticismo frente a la eficacia del voto o simple pereza.
A mí me gusta que el voto sea un derecho, una libertad, y no una obligación. Me gusta levantarme el domingo de elecciones e ir hasta el puesto de votación en la mañana (por si llueve por la tarde) a ejercer un derecho que en algunos lugares del mundo las mujeres todavía tienen vedado y que acá en Colombia podemos disfrutar desde hace apenas 60 años.
Los derechos son para ejercerlos. Si uno no los usa, otros sí lo harán y posiblemente lo hagan en contra de lo que uno quiere o piensa. No creo que todos sean corruptos ni creo que dé lo mismo votar por cualquiera o que el voto sea una farsa de la democracia. Ese tipo de afirmaciones me parece irresponsable. Creo que sí hay diferencias entre los candidatos y sí hay de dónde elegir. Como lo conté en mi columna de hace dos semanas, hoy votaré por Sergio Fajardo, porque representa, entre otras cosas, el cuidado de derechos y libertades que ya hemos conquistado como sociedad. Votaré por convicción, afortunadamente, no porque el Estado, o alguien me obligue. Ojalá todos podamos hacerlo con la misma libertad y entendamos que el resultado, nos guste o no, es reflejo del ejercicio de esa libertad, incluyendo por supuesto a los miles de personas que no piensan como uno.
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