Cada tanto se vuelve viral la carta de renuncia de algún profesor que explica con ironía por qué tira la toalla: le aburren las noches y fines de semana calificando, considera injusto el salario, lo frustra darle clase a estudiantes que solo miran la pantalla del celular, si es que van al salón, y considera que la educación ya no es lo que fue: que las nuevas generaciones no leen, no saben quién ganó la Segunda Guerra Mundial ni distinguen si Jordania es un país o una ciudad. Que no es posible enseñarle a gente que saluda: “ola ke ase”, o no saluda.
Los estudiantes también se quejan de profes tiranos o rosqueros, que no preparan sus clases, que repiten lo mismo de hace 15 años, o que saben mucho pero no saben enseñar.
He estado en ambas orillas. He sentido la desazón de pararme frente a jóvenes que estudian por voluntad propia pero no se les notan las ganas, y he ido a clases que son un monólogo del ego del profesor. Sin embargo vivo convencida del poder transformador de la educación y con mucha frecuencia encuentro motivos para renovar mi amor por la docencia: las preguntas de los estudiantes, la frase “estuvo chévere la clase”, el chico que quiere un libro prestado para las vacaciones o el exalumno que llama para compartir un triunfo profesional o pedir un consejo.
Este miércoles fue el Día del maestro. En “Por un país al alcance de los niños” García Márquez reclamó hace 25 años “una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar”. Ojalá. Somos el fruto de lo que otros docentes sembraron en nosotros y cada hora de clase es una oportunidad de cultivo mutuo.
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