Ilustraciones por: https: Nube (Mira su trabajo aquí: https://www.instagram.com/__nube/)
Hace poco estaba en una tertulia literaria en la Universidad de Manizales. Aquel día, hablábamos sobre aquellos libros “que la rompen”; es decir, los textos y autores que sentaron un hito en la literatura: rompieron esquemas, crearon vanguardias y movimientos.
En eso y con el circular de las conversaciones, el docente Felipe Tamayo, lanzó una afirmación: “los libros son como casas”. Esta frase sembró en mí una premisa o, mejor, puso las bases para entender cómo se había edificado mi “barrio” como lector. Más tarde, Felipe, explicó que ese símil, nacía de la afirmación de George Steiner “los textos son moradas”.
De esa comparación, surge, esta entrada al blog que recién inauguro. Afirmo que las mujeres en el mundo literario edifican una casa (no relacionen mi analogía con el mundo doméstico) y me atrevo a ubicar a estas autoras que tengo enquistadas en la entraña, como partes de esa casa.
De adentro hacia afuera:
Pasas por una de esas casa coloniales, raras y oscuras. Te haces diez mil conjeturas: “de seguro vive un vampiro”, “fue la casa de algún militar retirado”, “debe haber gente secuestrada dentro”…cada idea es peor que la anterior. Las casas así dan para eso, de allí que Poe escribiera cuentos nubosos y pegachentos como telarañas de sótano.
En esa casa por la que pasas hay un jardín. Poblado de maleza, de flores raras y de insectos que no deseas tocar. Hay un silencio extraño, premeditado. Te detienes por morbo. Ese jardín es Doris Lessing: una porción de tierras fértiles donde crecen por igual ratas y rosas. Autora de novelas desgarradoras como “Instrucciones para un descenso al infierno”, “El cuaderno dorado” o “El quinto hijo”. Novelas que le trajeron ese reconocimiento por el que el mundo literario se desboca como borregos, el premio Nobel.
Luego del jardín, ves la fachada de la casa. De esta casa de cimientos enraizados en el centro de la tierra. Ahí está el color pálido como sonrisa de muerta y el blanco desleído. El frente de la casa está hecho de ladrillos robados de la primera cantera y cubiertos por un cemento poroso. El tiempo lo golpea leve, así que el polvo que derrama es reciente. Esa fachada es Silvia Plath: poeta. Primordialmente, lo que Manolo Carocol llamaría “una niña de fuego”. Radiante, autora de una novela luminosa, “La campana de cristal”; un compendio de poseía para iluminar cavernas y un “Diario” para ocultar el sol. La fachada de esta casa está hecha de dolores antiguos y de sombras nuevas.
La fachada se ve interrumpida y completada por dos entradas de luz. Las ventanas exteriores de esta casa exponen y ocultan. No tienen cortinas, pero los cristales están ahumados y empolvados. Los rayos de sol de la tarde se cuelan naranjas. Herta Müller es estas ventanas. Las que miras con extrañeza y a través de las cuales intuyes la vida al interior de la casa. Autora de “La bestia del corazón”, dueña de un lenguaje fragmentario. Por eso esta ventana está rota, pero unida. Ganó, al igual que Lessing, el Nobel pero eso no le quito transparencia ni cobertura.
Te aventuras al interior de la casa después de observarla con detenimiento. Pasas por el pasillo de Lessing y acaricias la fachada de Plath. Para entrar, deber cruzar el umbral: una puerta grande, pero liviana. La madera forjada con años de historia y con aroma a acantilado. La puerta, es Virginia Woolf. Manoseada por la historia. Sacrificada y santificada. Leve, gigante e impregnada con un denso aroma a lluvia. “Flesh”, “Orlando” y “Al faro”. Novelas cruciales y urgentes. Plagadas de personajes ambiguos y complejos pero cercanos. El pomo de la puerta esta tallado. Lo empujas, hace que la puerta se deslice con levedad.
Más allá de la puerta:
Al interior, en la sala, ves un lugar sencillo. Un cubo habitado por libros y colillas de cigarros. La chimenea hace mucho se apagó, el candelabro se mece levemente. Alejandra Pizarnik, la mujer habitante del reloj, crea este espacio. La sala es un lugar de espera, pero también un rincón para compartir. Está lleno de vida, es íntimo y público. Silencioso y también plagado de bullicio. “El árbol de Diana”, “Extracción de la piedra de la locura”, “El infierno musical”, edifican los muebles y “La condesa sangrienta”, la mesa de centro. Iluminan levemente la estancia, las ventanas de fuera y lámpara de pie que construye sus “Diarios”. Pizarnik te recibe y sostiene.
Miras a la izquierda y encuentras la cocina. Está ahí, llena de fierros. Ollas abolladas, cajas con aroma a café y a té fresco. Wisława Szymborska es este espacio. Tan árido, como tibio. Su poesía crea la estufa y las mesas. Sobre ella, se lleva la carga del alimento y la virtud esquiva del aroma a ahogar. Adentrarse allí, es recibir de golpe un sabor profundo a tiempo y sabiduría. Libros como “Saltaré sobre el fuego” e “Instante” hacen las ollas arder y revocar los platos.
Sales. Hechas un vistazo al pasillo. Al lado derecho, el baño. Enciendes la luz: baldosines negros y blancos, el lavamanos rojo al igual que el sanitario. La puerta de la ducha está cerrada y al interior gotea el grifo. Plash, Plash. Dentro, el tiempo se estanca, la luz es cada vez más tenue. Lina Meruane crea y transforma este lugar de la casa. “Sangre en el ojo” y “Volverse Palestina”, construyen las paredes de este lugar: el juego de baldosines en la pared y las paredes un ajedrez que arma a las novelas de esta chilena. Y te entretiene, te derruye.
Al final del pasillo:
Sales, das tumbos por el pasillo. Este lugar es inexacto y te arrastras tras el sonido de un corazón que late. Lo persigues, vas tras de él. El sonido es doble. Lo descubres. Es la habitación. Dirías que es el cuarto principal, pero no ves más. Es, quizás, el único cuarto. Es una casa, que sientes, crece y crece de una forma uniforme. El cuarto es exiguo: un cama grande, un escritorio, un par de mesas de noche. La habitación son Marguerite Yourcenar y Carson McCullers. Ambas, esquivas y precoces. Una en la muerte y otra en la vida. Yourcenar, crea el escritorio con “Memorias de Adriano” y “Opus Nigrum”; McCullers, entreteje la madera e hilos de la cama con “El corazón es un cazador solitario”. Es un lugar donde laten los secretos y se ocultan intimidades. El llanto y la sangre se derraman por igual. Es una habitación que quieres habitar.
Una puerta que antes no habías visto. Vas tras ella. La abres. Toneladas de libros. Un luz que titila. Cuadros apilados. Diccionarios oxidándose. Un orden caprichoso y propio. Es el estudio. El rincón más atiborrado de la casa. Carolina Sanín, escritora, crítica y lectora voraz, es este espacio. Aquí, como en su escritura (“Los niños” y “Somos luces abismales”), las ideas y el conocimiento, crecen como un árbol: enredándose, uniéndose. Todo es natural, orgánico, como una idea.
Corres. Sientes la necesidad de salir de allí. Sigues un aroma acre y ácido. Bajas las escaleras. Entras a un pétrea oscuridad. Escuchas gritos y ves vestigios de luz. Es el sótano, es Samanta Schweblin. El sótano donde se oculta lo abyecto, lo que no queremos ver o no sabemos dónde poner. Las sombras las construyen sus obras “Distancia de rescate”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”. Novelas que indagan sobre la ausencia y la pérdida. Tú te quedas. Abrazas el silencio del sótano y te acurrucas en la oscuridad.
La casa que crece:
La analogía de la literatura escrita por mujeres como una casa, es un acto romántico y, como todo acto romántico, innecesario. Es reduccionista y dejo de lado a cientos de escritoras que construyen casas por su cuenta. Esta casa, es solo una. El vecindario es gigantesco y como tal, no para de expandirse. Como esta casa, que ahora miras desde la distancia con los ojos secos y las manos temblorosas bajo el peso de todos los libros que cargas y seguirás cargando.
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