La Corte Constitucional ordenó al Ministerio de Educación adecuar en un año los manuales de convivencia de los colegios del país para que desde estos se promueva la protección del libre desarrollo de la sexualidad de los estudiantes. Esto en un fallo de tutela interpuesto por la familia del joven Sergio Urrego, estudiante del Colegio Gimnasio Castillo Campestre, de Bogotá, que se suicidó, supuestamente por la falta de aceptación y la discriminación que recibió de directivas, profesores y compañeros en el centro de estudio por su condición homosexual.
La decisión plantea la necesidad de que en los manuales de convivencia escolar se contemple el respeto por la diversidad sexual y la identidad de género de los estudiantes y de esta manera se incentiven y fortalezcan la convivencia escolar y el ejercicio de los derechos humanos, sexuales y reproductivos de los estudiantes. No obstante, la atención de esta trascendental decisión se centró en el llamado que hizo la Procuraduría, como ministerio público llamado al proceso, en torno a que en los colegios se prohíban las manifestaciones excesivas de afecto, lo que ha sido planteado en la mayoría de los casos como la búsqueda de entrometerse desde el Estado en los derechos al libre desarrollo de la personalidad de los escolares.
Lejos de las pasiones que genera la postura moralista del procurador general, Alejandro Ordóñez, en muchos temas en los que quiere que se imponga su visión religiosa personal a todo el país, en este caso se debería tomar atenta nota de lo que se plantea. Bien valdría la pena que en esa revisión de los manuales de convivencia se prevea de una vez esa situación sobre la que alertó la Procuraduría y, sin distinciones de preferencias sexuales, se considere ese asunto, pues no es el salón de clase ni las instalaciones del colegio lugar propicio para que los enamorados den espectáculo público y demostración de lo mucho que se quieren.
Pocas personas permitirían que en el lugar de trabajo una pareja -insistimos heterosexual u homosexual- se bese apasionadamente o tenga caricias que podrían ser vistas por muchos como impropias. ¿Entonces por qué se tendría que permitir ese comportamiento en adolescentes en los colegios? Es como permitir que se fume en los salones de clase y otras cosas más por proteger el libre desarrollo de la personalidad. Hay que saber trazar muy bien los marcos normativos para que no se restrinja este derecho fundamental, pero tampoco que, so pretexto de su protección, se pierda la posibilidad de reglamentar y tomar medidas que afecten también la convivencia. Los claustros estudiantiles no pueden perder su carácter de formador integral.
Por supuesto, que no se trata aquí de dictar normas oscurantistas u obsoletas. Obviamente no es fácil. ¿Quién decide dónde están los límites? Por eso vale la pena que el Ministerio se rodee de expertos psicorientadores de colegios para que no se termine en draconianismos, pero tampoco nos vayamos a la anarquía. El Ministerio no se puede equivocar en este tema.
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