Qué enredo se ha generado frente a la situación de la Industria Licorera de Caldas (ILC) por cuenta, primero, de una fallida apuesta de la gerencia que estableció una alianza con una firma privada para participar en una licitación que permitiera no solo la producción del Aguardiente del Huila sino su distribución, y segundo, por el anuncio del gerente de la empresa, Bruno Seidel Arango, de parar la planta de destilación de alcohol, que es la materia prima para la elaboración de los licores insignes y tradicionales, todo porque se le está generando un enorme daño ambiental a la quebrada Manizales.
Y tienen derecho a opinar y criticar quienes consideran que son acciones con intención de privatizar la empresa o dejársela en bandeja de plata a los antioqueños, ni más faltaba, pues se trata de puntos de vista y elucubraciones personales, resulten ciertas o no. Lo que no parece justo ni lógico, desde mi óptica, es que se quiera poner en tela de juicio el nombre del gerente actual y se presente como único responsable de lo que hoy le sucede a esta industria departamental, cuando apenas lleva cinco meses en el cargo tratando de enderezar torcidos, mientras la compañía arrastra un pasado cargado de errores, desaciertos y malas administraciones, muchas de ellas dolosas, que son, al final de cuentas, el detonante de la grave crisis que enfrenta.
Soy amigo de Seidel Arango y conozco de sus desempeños y logros en entidades oficiales y en empresas de servicios públicos, y por su trayectoria limpia y honesta lo defiendo, además por lo que plantea hacer en la destilería que, hasta donde sé, nadie lo había propuesto y menos en diferentes escenarios públicos de la ciudad y del departamento, es decir, abiertamente. No quiere decir lo anterior que no se equivoque o que no pueda fallar en sus cálculos o acciones, ante lo cual él sabe que tiene y debe responder.
Llama la atención que esto suceda justo después de haberse presentado el programa o plan denominado "En blanco y negro", donde se desmenuza área por área lo que pasa en la ILC y se indica qué se necesita para enderezar el camino (es lo que plantea Seidel) que implica recorte de personal, adelgazamiento de la nómina, reestructuración administrativa, renegociación de contratos, implementación de software, nueva convención colectiva, optimización de recursos, mejoramiento de la planta de producción, acabar con onerosos contratos de publicidad, en fin, un mar de cambios que en una empresa caótica, en la que los políticos hacen lo que quieren y enseñada a soltar plata a manos llenas sin importar sus estados financieros, significa abrir heridas y tocar el bolsillo de muchos que se enseñaron a ganársela sentados, sin el más mínimo esfuerzo.
Debo aclarar que nunca, de absolutamente nadie de la ILC, he recibido cupos o pauta publicitaria en ninguno de mis desempeños como periodista, lo que no me compromete con nadie, ni para callar, ni menos pasar de agache, mientras sí hay quienes atacan o callan según su conveniencia, de acuerdo con el monto de la asignación económica en juego o por encomienda de algunos políticos a los que sólo les interesa que la Licorera produzca, pero que no sea una empresa ordenada.
Le queda ahora al juez primario de la Licorera, la Asamblea Departamental, actuar con el carácter y la ponderación que se requiere para definir si lo que ha pasado y las acciones que están por tomarse son las más indicadas para bien de Caldas y de sus recursos. Bastaría mirar si las multimillonarias inversiones en publicidad en el pasado reciente, en las administraciones de Manuel Alberto Soto, Carlos Arturo Fehó (antes, durante y después del carcelazo), Pilar Joves, Carlos Neira, Francisco Quintero, Miguel Trujillo y Bruno Seidel se justifican frente al momento que vivía la empresa.
Ahora, que se venga un juicio real y técnico para saber en qué y quienes han botado miles de millones de pesos tratando de hacer de la ILC durante décadas una empresa responsable ambientalmente, mientras se sigue contaminando la Quebrada Manizales ante los ojos permisivos de la autoridad ambiental que no actúa.
Valdría la pena hacer el ejercicio ambiental y económico de qué es más costoso para la empresa y para la región, si parar la planta de destilación por uno, dos o tres años, y dejar de verter contaminantes que matan el pequeño pero nauseabundo afluente, o pagar las sanciones económicas, ambientales y disciplinarias que demande un procedimiento no controlado de semejante envergadura.
Ojalá el papel de la Contraloría Departamental muestre con eficiencia y certeza donde han estado las venas rotas de la Licorera para saber si los males estuvieron en décadas de desorden de la empresa o en escasos cinco meses de ajustes y alternativas de organización. Yo por lo pronto me voy haciendo a la idea, no sé si sea lo mejor, de que la ILC debe desaparecer. Si no hay voluntad y si los que se la robaron tantas veces no frenan sus ataques mordaces y no colaboran, lo mejor es apagar e irnos.
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