El pasado 7 de diciembre, y en el marco de los compromisos del gobierno y de las facultades especiales de las que gozó transitoriamente el Presidente de la República, se expidieron nueve decretos que reforman la estructura de la institucionalidad rural colombiana, como consecuencia de las evidencias de análisis y estudios realizados en los últimos años, pero también como parte de los acuerdos de la mesa de negociación de La Habana, que se ocupó de la ruralidad como su primer aspecto a dialogar.
Aspectos muy relevantes como la creación de una Agencia Nacional de Tierras, la liquidación (o mejor redefinición) del Incoder, la incorporación de una Dirección de Mujer Rural en el Ministerio de Agricultura, y otros más revolucionarios, si se quiere, como la creación de una Agencia de Renovación del Territorio y una de Desarrollo Rural, que considero revolucionarias en la medida que reconocen que el mundo de la ruralidad no es solo aquel espacio geográfico que se utiliza para la producción agropecuaria.
Más que lo geográfico o lo biofísico, el entendimiento de lo rural como territorio obliga a pensar que un espacio físico no se define únicamente por su paisaje, su topografía, sus ríos o su vegetación. Los territorios, además de lo anterior, adquieren su identidad como expresión de lo que las culturas hacen de ellos, igual que las culturas con expresiones inequívocas de lo que la dotación natural impone. Esa coevolución que se da en lo rural hace que el campesino del Catatumbo tenga una visión, unas prácticas y unos diálogos distintos que los de un campesino del Sinú, de uno del Putumayo o de un cafetero de Caldas, Quindío o Risaralda. Parece demasiado obvio, pero un país que aún denomina a una parte del país como “cabeceras” municipales, identificadas con nombre propio, y a lo demás lo llama el “resto”, demuestra que para la política y la institucionalidad la ruralidad parece una masa homogénea, caracterizada principalmente por el escaso desarrollo de su infraestructura de servicios y su baja densidad poblacional.
El otro aspecto, que también es importante relevar, es que la Agencia que se promueve no está centrada en el desarrollo y fomento agropecuario, sino en el Desarrollo Rural, en su sentido más amplio. Muchos podrían pensar que se habla de sinónimos, pero la transformación de la institucionalidad tiene mucho de fondo, a partir de las evidencias que generó el reciente estudio de la Misión Rural.
No es justo, y es además expresión de la inequidad de nuestro país, que la vida de nuestros conciudadanos “no urbanos” se pretenda entender en virtud de su actividad productiva, cuando su educación, su salud, sus servicios públicos, su forma de entender el mundo y relacionarse con él pasa por mucho más que los abonos, los jornales y los centros de acopio. Nuestra institucionalidad tradicionalmente se ha concentrado en el fomento de la producción agropecuaria, algo sin duda indispensable, pero por esa ruta fácilmente se piensa que la razón vital de los pobladores del campo es garantizar la producción de servicios para los habitantes urbanos, como si ellos no tuvieran derecho a tomar decisiones en función de satisfacer sus necesidades y atender sus propias aspiraciones.
En el mismo sentido, desde el mundo de la educación se asume que los niños y jóvenes rurales deben estudiar y prepararse de manera exclusiva en aquello para lo cual su entorno tiene potencial de producción, como si no pudiesen aspirar a ser artistas, escritores, médicos o abogados. Si nuestros jóvenes urbanos pueden crecer aspirando a desarrollar su vocación particular, y nuestros jóvenes rurales solo pueden aspirar a ser productores agropecuarios, estamos perpetuando la inequidad, porque mientras unos tienen los límites de sus propias aspiraciones a otros los obligamos a tener los límites de las (limitadas) oportunidades que les ofrecemos.
Bienvenida la reforma a la institucionalidad rural, porque reconoce con justicia las verdaderas dimensiones de la territorialidad rural. Nos queda ahora reconocer a todos que quienes viven en el campo son tan ciudadanos como nosotros, y que el Estado, al que todos pertenecemos y que nos pertenece, debe cuidar que todos tengamos la posibilidad de expresarnos en pleno ejercicio de nuestras libertades.
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