Es probable que algunas personas de mi generación y de las anteriores recuerden un programa de televisión de inicios de los 80 titulado “Valores Humanos”, conducido por Jota Mario Valencia. En él, si no me falla la memoria, se entrevistaban personas que en términos generales constituían un ejemplo para los demás, en la medida que luchaban contra las adversidades, superaban restricciones físicas o promovían algún valor que ayudara en la construcción de sociedad. Siendo la televisión un medio útil para la divulgación y la movilización, de alguna manera se pretendía (imagino) contribuir a la formación individual y colectiva, como quizá era propósito de la mayoría de programas de la época.
Para las generaciones posteriores a la mía, quizá resulte difícil creer que la misma persona que ha suscitado múltiples controversias y ha generado sentimientos de animadversión por su estilo burlesco y ofensivo, se hubiese iniciado en un programa que justo exaltaba la dignidad, integridad y valores de los seres humanos. Pero no es la persona en particular y su comportamiento lo que motiva las opiniones de esta nota. En el “ecosistema” que representan los medios, imagino que asumir ciertas posturas y comportamientos es la manera indicada para sobrevivir y mantenerse vigente. Eso sí, no deja de llamarme la atención que fuera la segunda versión del presentador la que le hubiese hecho merecedor de la Orden de la Democracia del Congreso en el año 2004.
Pero para ir al centro de la idea, quiero recoger la noticia de la renuncia del director de La Mega Medellín por cuenta de un infortunado video en el que se burlaba de una joven con limitaciones físicas. De nuevo, no me inquieta el comportamiento de la persona, sino el ambiente que se ha creado alrededor de los medios, no solo la radio juvenil, en el que exponer las desgracias de la humanidad, mofarse de ellas y llegar a extremos de la humillación, sea lo que se use como gancho para ganar audiencia. No hablo de la sátira propia de muchas notas editoriales, columnas de opinión o caricaturas. Hablo de los espacios destinados en prensa, radio y televisión para que a través de la burla, la estigmatización, la discriminación y otras tendencias reprochables, se mantenga conectado a un público que a lo mejor no se da cuenta que es él mismo el ofendido.
Y no me refiero en exclusiva, insisto, al caso del director de La Mega, que como ser humano es falible. Me refiero a la tendencia que alimentamos morbosamente y que nos aleja de la posibilidad de reconocernos en la diferencia y la diversidad, de aceptarnos en ella y de construir una verdadera convivencia, señalando además las carencias de un mundo que parece construirse para personas que tienen una única manera de sentir, verse, vestirse, hablar y consumir.
La paz de la que hablamos encuentra su verdadera expresión en la convivencia, no en el silencio de los fusiles. La guerra que queremos terminar no está nutrida de intereses de conquistar el poder a través de las armas. En los últimos 30 años, al menos, ha sido alimentada por resentimientos, venganzas y rencores. Por heridas sin cerrar.
No quiero dar una trascendencia inmerecida a la equivocación de una persona, pero quiero señalar que la guerra que vivimos ha germinado en un terreno abonado por la indiferencia de la mayoría y por los odios que nos sembramos a diario. Si no erradicamos el abono que hemos regado en tantos años, si no renovamos el suelo sobre el que sembramos, un escaso futuro le espera a las semillas de paz que pretenden regarse.
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