Todo ejercicio poético es un acto de rebeldía. El poema es la subversión máxima porque está a salvo de la comercialización de estos tiempos. La mayoría de los narradores de hoy solo son negociantes que se vanaglorian de su ignorancia poética. Ahora, más que nunca, es necesario volver a restablecer puentes con los viejos dinosaurios de la vanguardia poética latinoamericana y por supuesto con el viejo humanista polígrafo de la primera mitad del siglo XX.
En el ámbito latinoamericano, la poesía es y ha sido la expresión más luminosa desde la gran explosión provocada por los modernistas. Los poetas de este continente son los que han conducido el castellano a sus más impresionantes proezas; recordemos a los chilenos desde Neruda, Huidobro y Rokha hasta Rojas, los nicaragüenses de Rubén Darío a Carlos Martínez Rivas y Pablo Antonio Cuadra, los peruanos desde César Vallejo y César Moro hasta Westphalen y Eielson, a los mexicanos, los venezolanos, los argentinos, en fin, la lista sería interminable. Su sola mención nos trae a la mente universos sin cuyo conocimiento el escritor latinoamericano de hoy estaría incapacitado para entender los rumbos de su trabajo literario.
La novela debe sumergirse en la poesía si quiere sobrevivir al menos como cadáver. Todos sabemos qué es un cadáver, pero los muertos tienen también su derecho a vivir. Las generaciones de poetas latinoamericanos que siguen fieles a ese género a lo ancho y largo del hemisferio, son ahora la verdadera caldera creativa de nuestra lengua. Maravilla mucho la existencia de miles de poetas ocultos a lo largo del continente desde Arica hasta Tijuana y desde Tegucigalpa hasta Manaos y La Patagonia, porque ellos saben que no pueden esperar nada de su ejercicio, salvo la desconfianza de la sociedad y sus gobiernos. Solo buscan una revelación y además esperan que el lector ávido y secreto experimente a su vez una explosión eléctrica.
Después del espejismo del boom de la narrativa latinoamericana va a ser necesario restablecer el puente con la generación de humanistas de la primera mitad del siglo, como Henríquez Ureña, Reyes, Sanín Cano, Macedonio Fernández y Borges, entre otros. El boom nos hizo confundir venta con talento, protagonismo y publicidad con inteligencia. De repente toda una generación de escritores jóvenes se perdió en la ambición de anular a esos señores y los poetas fueron arrinconados en un desván porque no eran negocio, convirtiéndose en convidados de piedra de ese star system. Fue algo terrible y apenas ahora nos estamos recuperando de ese vendaval. Ahora nuestra literatura parece un poco un pájaro loco que logró sobrevivir al huracán con unas cuantas plumas desordenadas. Se requiere un balance para volver a conversar con ese hombre de letras para quien la palabra es un vasto instrumento y la literatura una cuestión de ética. El poder y la ambición desmedida maleó a nuestros principales autores de las últimas décadas y a nosotros nos tocará reiniciar ese humanismo rebelde alejado de la mezquina política o el comercio.
Se debe renunciar a la historia verbal a la que estábamos acostumbrados, tratar de desdramatizar el lenguaje para dar voz a los hechos de esa primera mitad del siglo marcada por las guerras, por años de creatividad desenfrenada en París, Viena y Berlín, así como en nuestras capitales. El mundo cultural de esa primera mitad de siglo XX fue más sólido que hoy en las grandes capitales latinoamericanas como Buenos Aires y México. Incluso en Colombia, había una serie de locos espléndidos como Osorio Lizarazo, Rivera, Zalamea, Sanín Cano, León de Greiff, Rafael Maya, Fernando González, Aurelio Arturo, e incluso los políticos eran gramáticos, poetas, lectores desenfrenados.
La poesía es un gran camino. Con solo ese cuerpo literario la literatura latinoamericana tendría ya su lugar, pues la prosa reciente, salvo excepciones, parece un lastre pesado y sin sabor. Leer a Herrera y Reissig, a Lugones, a Silva o a Neruda o en otra esfera a Huidobro, Paz, Borges, Molina, Rojas, Gerbasi, para mencionar a algunos, nos da prueba de ello. Los poetas de nuestro continente son los más lucidos, los más rebeldes y ambiciosos escritores de cada país.
Salvo grandes logros, en las últimas décadas los narradores buscan hacer piruetas de circo para asombrar a la madrastra española o a las cajas registradoras de las grandes editoriales. Nos alejamos de esa literatura sabia y sólida de los viejos polígrafos como Borges, Uslar Pietri y Reyes, a la que hay que volver a visitar, admirar y emular. Vivir la literatura como vida, experimento, riesgo y no solo como negocio.
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