Cuando Belisario Betancur Cuartas aún no era famoso y cargaba ladrillo, como reportero raso del diario "La Defensa", de Medellín, tuvo entre sus mejores colegas y amigos al que con el paso del tiempo sería el célebre cronista Alfonso Upegui Orozco, Don UPO, un virtuoso de la titulación y de unos sabrosos relatos que extraía -como con una varita mágica- de sus frecuentes rondas por los estrados judiciales de la entonces bucólica Villa de la Candelaria.
El periodista paisa Francisco Velásquez Gallego, el biógrafo de Upegui, preparó una segunda edición -ampliada y mejorada- de la vida de este entrañable personaje de la vieja guardia del diarismo antioqueño, y logró -no sabemos cómo- que el prólogo corriera por cuenta del expresidente, exministro y exembajador Betancur nacido en Amagá.
La obra, próxima a llegar a las vitrinas de las librerías, trae en portada el título de una de las crónicas del irrepetible relator judicial: "Ya te maté bien mío, ahora qué será de mi vida sin ti"?
En el prefacio, concebido en atractiva prosa belisarista, titulado "Una escuela ambulante de periodismo", el doctor "Bélico" escribió:
"Construimos nuestras vidas, con trasfondos de quimera. La mía comenzó al salir del monte, por entre el incendio de los fundamentalismos propios y ajenos. Los cuales me obligaron a desbordar las talladuras de la arriería familiar, con la alfabetización recibida todavía en la niñez, de arrieros semianalfabetas a la luz de una vela de sebo, en fondas camineras y lascivas. Lo que estoy narrando no pudo existir, es tan insólito: lo inventó León de Greiff en el "Romance de Ramón Antigua", para que yo lo escribiera, simulando ser un personaje de la quimera. Pero, de veras, al imaginario genio campesino, le agregaban aureolas macheteras heredadas que lo malquistaban a priori. Me tocó crecer, por tanto, en mitad de la violencia de entonces, que nos aplicaban y que aplicábamos. Era un diario caminar por atajos de delirio. Montescos y capuletos, sin saberlo. Y yo, de cinco años, detrás de la quimera del conocimiento, que me enseñó a buscar la única maestra de la montaña, Misiá Rosario Rivera, a quien le debo ese hallazgo, o sea el encuentro "pata al suelo", con mi ángel o mi duende: el conocimiento".
Así narró su llegada a la Bella Villa: "Lo cierto es que al cabo, así llegué a Medellín a buscar. ¿A buscar qué? ¿A buscar a quién? En prosecución del conocimiento. Y lo encontré. En Medallo, como decíamos, yo no conocía a nadie. Pero me topé con Alfonso Upegui Orozco, Don Upo: lo encontré, en el Café La Bastilla, en el Café Madrid, detrás de una empanada que me regalaba mientras le ayudaba con datos para su columna de los "Estrados judiciales. ¡Eso era mucho emblemático de la simpatía, de la búsqueda, de la recursividad, de la lealtad con "El Colombiano" y con los lectores! Con decirles tanto como ésto: muchas veces "Don Upo" me devolvía escritos que me encargaba para que los corrigiera, corregidos por él -su magisterio-, mientras yo echaba por los senderos de mi destino. El cual era, seguir pa’adelante, durmiendo en parques si se necesitaba dormir; cantando en bares con Toño Panesso, si urgía comer; dando clases de literatura, si se requería sobrevivir; enseñando griego y latín con Alberto Juajibioy Chindoy, indio del Putumayo, y sabio. En todo caso, para aprender, y aprender, y aprender! ¿Aprender qué? Aprender a aprender, incluso a enseñar!
Es grato recordar a Don Upo como se recuerdan los arrieros, la escuela primaria y la secundaria. Él era una escuela sonriente y ambulante, ello sí. Además, para los de mi edad que trabajamos con Don Upo, eso fue este inolvidable narrador, profesor, amador de la honestidad en un quehacer que enalteció. Muchos años después, el novelista nicaragüense Sergio Ramírez, diría que esos tales, admirables y admirados, son los periodistas de a pie.
Vivíamos en Campo Valdés arriba, más adelante de Manrique, hasta donde llegaban la música de carrilera, los tangos y el tranvía, que Don Upo y yo ocupábamos como medio barato de transporte y como intermedio de conversación y de aprendizaje, de aquella distinción, de aquella ecumenicidad, de aquel anecdotario, de aquel imaginario.
En ese entonces, no había escuelas de periodismo. ¡Qué digo! Sí que las había: la escuela de Alfonso Upegui Orozco!
Don Upo: Sé que estás con los justos y los buenos, como fuiste, premio que la Providencia tiene para seres como tú. Recibe, con este bello libro, de Francisco Velásquez, el abrazo de uno de tus más agradecidos discípulos y amigos. (Belisario Betancur).
La apostilla: Don Upo no tuvo epígonos. Entre la nube de buenos reporteros que Medellín parió en el siglo pasado, ninguno intentó aproximarse, siquiera, a su singular estilo. Cronistas de su talla no se han dado ni por estas calendas. Es una verdadera lástima que con su muerte haya desaparecido su escuela de la que él fue, solo, íngrimo, alumno, maestro y rector.
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