Un informe publicado hace un par de años por el portal de internet Foreign Policy señala que gracias a los avances tecnológicos, las relaciones internacionales y los medios de comunicación, las guerras se han vuelto menos violentas. El texto, titulado Think Again: War, refuta la observación hecha por el analista político estadounidense James G. Blight, y el entonces secretario de Defensa Robert McNamara, que señalaban que tras los ataques del 11 de septiembre, la guerra emprendida contra los terroristas en algunos países islámicos dejaría unos 3 millones de muertos cada año.
La realidad, por fortuna, es otra. Un reporte del Instituto Internacional de Estudios para la Paz, dice que desde que comenzó el siglo XXI la cifra de muertes relacionadas con la guerra o conflictos armados rondan las 55 mil cada año en todo el mundo. Y si se analizan las cifras desde la Segunda Guerra Mundial (unos 12 millones de muertos por cada año de guerra), lo datos van a la baja: periodo de la Guerra Fría (entre 1950 y 1989) fueron 180 mil muertos anuales. En los 90, fueron 100 mil cada año.
Pero las cifras, aunque optimistas, son frías. Detrás de cada guarismo hay una historia. Una persona con sus enredos, dramas, alegrías y cotidianidad. Lo que sucede actualmente entre Israel y Palestina es un brutal derramamiento de sangre. Esta semana, en doce horas, murieron en la Franja de Gaza cerca de 100 personas -casi todas civiles- por los bombardeos del ejército israelí. Entre las estructuras bombardeadas cayó una escuela de la Naciones Unidas que servía como refugio para desplazados. 15 personas murieron en ese acto a manos de unas tropas que se hacen llamar "las más éticas del mundo".
Atacar a unos niños en la playa y bombardear centros civiles me parece poco ético. Ni siquiera en las proporciones. Se estima que por cada víctima israelí mueren ocho palestinas. Y de esos muertos israelitas (que hasta ahora son 13) solo dos han sido civiles. La excusa: la guerrilla de Hamás usa áreas pobladas para construir sus túneles de hormigón por donde se mueven sus soldados y sus armas. Usan a los ciudadanos como escudo.
Lo de Hamás es terrible, sí, pero a Israel y a todo su poder ofensivo (con su cúpula de hierro que desvía todo misil que disparan desde el lado árabe), también se le señala de cometer asesinatos selectivos con el fin de desmoralizar a los palestinos. Según ellos, la muerte de un niño, una mujer embarazada o una anciana forzaría a la población a presionar a los radicales de Hamás para que cesen los ataques contra los judíos. Los más recientes combates ya superan los mil 400 muertos palestinos y nada de eso ha ocurrido. ¿Cuántos muertos más necesita Hamás para justificarse? ¿Cuántos Israel para frenar esta guerra de toche contra guayaba madura?
Pero mientras allá, en Oriente Medio, el ético ejército de Israel está dispuesto a exterminar a los palestinos (increíble que no hayan aprendido nada del Holocausto), los analistas y doctos piden en diferentes artículos no preocuparnos tanto por ese conflicto. No son tantos los muertos. Este año la cuota no llegará a los 55 mil en los conflictos armados, una chichigua si la comparamos con la de la Primera Guerra Mundial (unos 7 millones de víctimas mortales por cada uno de los cuatro años de combates), que este año conmemora los 100 años de su inicio.
A futuro dirán que habrá menos muertos gracias a los drones y soldados androides, que atacarán bajo órdenes a distancia de algún militar que ve los objetivos en un monitor. Como si fuera un videojuego. Donde no se percibe el olor a humo, a sangre, a muerte. Donde la víctima se deshumaniza a favor de una violencia ética y de tener unas cifras bajas para que nos digan que el mundo cada vez es más pacífico.
Por fortuna siempre habrá alguien inmerso en el conflicto que lance una botella el mar para que encontremos su mensaje. Como lo hizo el periodista israelí Ami Kaufman en su artículo En mi nombre no, por favor (El Espectador, 27 de julio de 2014). "De nuevo, en este pasillo, miro a mis hijas mientras los misiles de Hamás vuelan por encima de nosotros. Pienso en las docenas de niñas palestinas de su misma edad que han muerto en estos días por causa de las bombas de una tonelada que han arrojado los cazas F16; en sus padres sacando, con sus propias manos, los cuerpos de sus pequeñas de entre los escombros; en sus madres llorando y aferrándose a sus ropas rasgadas. Y dentro de mí siento que la rabia crece mientras me repito: "En mi nombre no, por favor". "A mis prójimos palestinos les digo lo mismo: "En mi nombre no, por favor"".
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