Dos actos de valor llamaron la atención en Colombia esta semana. El primero fue el del periodista Adolfo Zableh, quien el sábado en su columna de El Tiempo, titulada De eso no se habla (bit.ly/1Kjjgxr), hizo público que él fue víctima de abuso sexual cuando era niño. Un hecho que, a pesar de no recordar (la mamá le contó el año pasado) lo marcó para siempre, pues desarrolló un tartamudeo que lo acompaña hasta hoy.
El otro acto fue el de Natalia Ponce de León, joven a quien en marzo del 2014 un sujeto obsesionado con ella le vació encima un litro de ácido, quemándole el rostro y el 75% del cuerpo. A la mujer de 33 años, que ha pasado por 20 cirugías reconstructivas y de implantes de piel, la habíamos visto con una máscara y un enorme sombrero que la protegía de las miradas indiscretas. El lunes, sin embargo, mostró esa enorme cicatriz que es su rostro reconstruido. Lo hizo en el momento en el que el presidente Juan Manuel Santos promulgaba una ley que se conoce como "Ley Natalia Ponce", y que endurece las penas para quienes cometan atrocidades como la que sufrió esta mujer.
Tanto Adolfo como Natalia dieron la cara y ambos han dicho -palabras más, palabras menos- que se sintieron liberados. Nos mostraron a los colombianos las atrocidades que viven miles de personas en el país: 52 personas fueron abusadas sexualmente cada día en el país durante el 2015, según Medicina Legal; y desde 2010, en Colombia más de 100 personas al año han sufrido ataques con ácido.
Es triste, sin embargo, que en un país que busca con desespero la paz, que sean las víctimas quienes tengan que salir a dar la cara. Es someterlas a revivir -una y otra vez- esos traumas. Los victimarios, por su parte, gozan de la protección de la familia de la víctima (caso Zableh) o de las autoridades y el sistema de justicia colombiano (caso Natalia Ponce).
Cuenta Zableh que, a pesar de que le contó a sus padres que habían abusado de él, estos siguieron llevándolo a la misma casa donde ocurrió ese hecho. La solución en ese entonces fue, por recomendación de un tío médico, quedarse callados y que el tiempo hiciera que el niño olvidara. Sucedió, con sus secuelas en el habla y en comportamientos y manías que el mismo periodista dice que derivan de ese trauma.
En el caso de Natalia, el sistema judicial ha permitido que su caso se diluya en las artimañas legales de los abogados de Jonathan Vega Chávez (el agresor). Desde considerarlo un muchacho esquizofrénico que debe estar recluido en una clínica de reposo o en su casa y no en una cárcel, hasta entutelar a los testigos de Natalia (sus médicos, sus amigos), que porque hieren la salud mental de su defendido. Así se ha alargado un juicio que todavía no ve un pronto final.
En Colombia, los victimarios tienen más garantías que las víctimas. Las Farc, por ejemplo, no dan la cara por sus crímenes y siempre salen con excusas u ofreciendo disculpas de un modo que nadie les cree. Los paramilitares ya están saliendo de sus cárceles tras pagar ocho años de prisión. Freddy Rendón Herrera, alias el Alemán, salió en julio pasado a pesar de confesar cerca de 5 mil delitos y tener en su consciencia unos 600 muertos (bit.ly/1Pryphu).
El Gobierno tampoco da la cara ante casos como el “cargo por confiabilidad” que nos cobraban desde el 2006, y cuyo dinero parece haberse perdido en vez de destinarse para momentos de crisis energética como el que estamos viviendo. Eso por mencionar un ejemplo reciente.
Pero este país es tan charro, que cuando los villanos dan la cara quedamos tan patidifusos que les damos un trato similar al de las víctimas Cuando habla el sicario favorito de Pablo Escobar, el hoy libre Popeye, todos lo escuchamos y damos credibilidad a sus historias. Lo dice con tanta desfachatez que hasta parece graciosa su retahíla criminal. Así de podridos estamos.
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