Conviene recordar que la palabra “humildad” viene de “humus”, que significa tierra. Podemos comprender entonces las expresiones que nos invitan a no levantarnos mucho de la tierra; no en el sentido de dejar de crecer o madurar, sino en el hecho de no enorgullecernos por los éxitos que se alcancen en la vida.
No te olvides de dónde has salido; no te levantes mucho de la tierra y recuerda que eres frágil, que la fama y el poder pasan a prisa y vuelan: “Para el Señor no cuenta el prestigio de las personas, porque Él escucha a todos, sin acepción; Él oye la súplica de todos, también del oprimido y del pobre”.
¿De qué nos podemos engreír? ¿Por qué tanta soberbia en nuestros corazones? Si somos de barro, frágiles, débiles. ¿Has visto cómo la enfermedad nos hace humildes? Hoy te afanas demasiado creyendo que sin ti nada puede hacerse, que nadie hace el trabajo como tú lo haces, que si no estás… nada saldrá bien. Te insisten en delegar responsabilidades y lo haces; sin embargo, no confías en las capacidades del otro y terminas buscando el reconocimiento. Esto es soberbia.
Inclusive en la vida espiritual podemos caer en esta trampa. En el Evangelio Jesús hace caer en la cuenta a quienes le escuchan que también en la oración y prácticas de la fe podemos llegar a ser soberbios; a creernos mejores que los demás; a pensar que “nosotros si somos buenos” y los demás… como no hacen la oración como yo la hago, como no practican las religión como yo…. entonces esos otros… no sirven, están lejos de Dios y no producen.
Pues bien, Jesús coloca el caso del fariseo que se cree bueno, perfecto, él no es adúltero como los demás. No encuentra la justificación —dice Jesús— porque “no necesita de Dios”, se basta a sí mismo y nadie le puede corregir porque “se cree ser perfecto”.
En cambio, Jesús nos hace mirar hacia atrás, hacia la persona que se queda en la puerta del templo. Este pequeño hombre de la parábola sabe que es pecador, reconoce que es frágil, que es débil, que por sus mismas fuerzas no lo puede todo… que necesita de Dios: “Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador”.
Si asumes esta actitud, entonces verás la gloria de Dios, porque el Señor oye a los humildes, a quienes no se engríen de sus capacidades, sino que, en silencio, las pone al servicio del otro; quien no espera reconocimientos a las acciones buenas que hace, sino que en silencio obra el bien y nadie se da cuenta; quien no habla de sí mismo para ser valorado y alabado por los demás, sino que al contrario: “Considera superiores a los demás” y encuentra su alegría en el servicio desinteresado, aquel que no está esperando recompensa, porque “el bien no hace ruido y el ruido no hace bien”.
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral Vocacional y Movimientos Apostólicos
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